SAO PAULO (14 Mayo 2018).- El 13 de mayo de 1888, la
princesa Isabel I, conocida como Isabel de Brasil por ser hija del último
emperador de este país, suscribió la Ley Áurea y abolió de un plumazo la
esclavitud en su territorio; sin guerra civil, como la que tuvo lugar en
Estados Unidos, ni rebeliones orquestadas por la población negra, como ocurrió
en Haití en 1794.
Pero el suyo no fue un acto de buena fe o altruismo: en
Brasil se puso fin a la esclavitud cuando la economía basada en ella se agotó
por completo, 43 años después de que Inglaterra le prohibiera recurrir al
comercio transatlántico de seres humanos mediante la Ley de Aberdeen.
En los 350 años que duró ese sistema barbárico, la
mitad de todos los africanos secuestrados y llevados al continente americano
terminaron en Brasil. Casi seis millones de personas llegaron a sus costas de
esa manera; de ellas, dos millones atracaron en el viejo muelle de Río de
Janeiro. Uno de cada diez murió durante la tortuosa travesía. Sus cuerpos sin
vida fueron lanzados sin ceremonia alguna por un despeñadero cercano al viejo
puerto carioca, junto con restos de animales y los desechos de las casas.
Descubierto en 1996, el llamado “Cementerio de los Nuevos Negros” fue
convertido en un monumento conmemorativo.
Hoy en día, el sepulcro en cuestión está a punto de
cerrar por falta de mantenimiento. Pese a su atractivo turístico y su valor
histórico –es un elemento importante del barrio carioca Pequeña África,
Patrimonio Cultural de la Humanidad de la Unesco–, el Gobierno de Río no parece
tener mayor interés en recordar los estragos causados por la esclavitud en su
último bastión latinoamericano. Esa indisposición es una de las causas por las
cuales sobrevive la creencia infundada de que los esclavistas brasileños fueron
más bondadosos que los de otras colonias europeas. Buena parte de los
testimonios que quedaron de la época nunca reflejaron la realidad.
Desde 1845 en adelante, los latifundistas
recurrieron cada vez más a la mano de obra blanca, proveída por el creciente
número de inmigrantes europeos. Después de 1888, más que ser liberados, los
esclavos quedaron a la deriva, sin tierras ni dinero para declararse
independientes y sin educación para aspirar a puestos de trabajo dignos.
Herederos de esa miseria, millones de afrobrasileños siguen viviendo en
situaciones tan precarias como las de sus antepasados. Es un círculo vicioso:
de las 60.000 víctimas que deja la violencia cada año, dos tercios son jóvenes
negros. También, dos tercios de la población carcelaria está compuesta por
brasileños de origen africano.
Esclavitud
moderna
“Todas las relaciones de poder están habitadas por
el fantasma de la esclavitud”, señala el psicoanalista italiano Contardo
Calligaris, quien vive en Brasil desde la década de los 80. Calligaris agrega
que el poder se manifiesta siempre como la búsqueda de dominio corporal sobre
los demás. Por su parte, el dominico francés Xavier Plassat recalca que la
esclavitud se ha perpetuado en Brasil “con la salvedad de que, en lugar de
cadenas, la gente es sometida a través de la dependencia económica”. Gracias a
la presión ejercida por Plassat y varios miembros de la Iglesia católica, el
Gobierno brasileño promulgó en 1995 una ley contra la esclavitud.
Desde entonces, 54.000 personas han sido liberadas
de relaciones laborales forzadas. A finales de 2017, el presidente Michel Temer
sorprendió a sus compatriotas al tratar de suavizar el término “esclavitud
moderna”, eliminando el criterio de la dependencia económica forzada a la hora
de definirlo. Por fortuna, la protesta local e internacional frustró su agenda.
Según Celso Athayde, activista del movimiento negro brasileño y líder del
Frente Favela Brasil –el primer partido político integrado únicamente por gente
negra–, las sombras de la esclavitud no se disiparán hasta que la población
negra de Brasil no asuma el protagonismo de su historia.
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