WILFRIDO VARGAS: "DE EXISTIR LAS BRUJAS, DE SEGURO CAMBIAN SUS ESCOBAS POR INSTRUMENTOS MUSICALES PARA VOLAR MUY ALTO"
Mi abuelita tocaba guitarra e interpretaba canciones
de su época, y le enseñó a tocar ese instrumento a mi madre. Sin embargo, como
suele ocurrir, mami superó a su mentora y aprendió un repertorio más amplio;
ella tenía una influencia marcada por Los Panchos, ese maravilloso trío que
solía interpretar sus canciones con armonías básicas; quizás por eso tocaba de
una manera tan sencilla y lo hacía con tanta soltura.
Mi padre, en cambio, me deslumbraba con las
sonoridades de unos acordes alterados que yo nunca había percibido; ni siquiera
sabía que existían. Cuando papi llegaba de Santo Domingo, recuerdo que me
sentaba frente a él y me quedaba embelesado, viéndolo sacar luces y colores de
su guitarra. Me impactaban las posiciones y formas que adoptaban sus dedos que
emulaban a un cangrejo o a una araña, que subían y bajaban para ejecutar esos
acordes tan raros y novedosos que cautivaban mis oídos.
Comencé tocando canciones de Los Panchos, la escuela
de mi mamá, y después aprendí ese nuevo código que papi me había mostrado,
hasta que un día escuché a otro trío, también mexicano, llamado Los Tres Ases.
Me volví loco al descubrir otro mundo armónico y una sonoridad impactante; su
líder, Marco Antonio Muñiz, llamó mi atención de inmediato, a tal punto, que a
partir de ahí quise cantar como él, interpretar la guitarra como él y
desenvolverme como lo hacía él. Al oír los tres ases me sentí como un campesino
que visita por primera vez Nueva York, con tantas luces y rascacielos. Armonías
mucho más elaboradas que las de los Panchos.
Pues bien, cuando llegó la hora de marcharme por
razones políticas, a la capital del país, me establecí con mi tío Miguel Ángel
Martínez. En su casa no había televisor, pero su vecina, a la que le decían
Negrita, y su esposo de apellido Mella, sí tenían uno. En ese hogar a todos los
niños y jóvenes de la cuadra se nos encendía el rostro frente a las imágenes en
blanco y negro que salían de la pantalla. Nos peleábamos y reíamos, nos
sorprendíamos y comentábamos, nos subíamos uno encima del otro para turnarnos y
poder ver un programa donde una vez salió, para fortuna de todos: Miguel Rafael
Martos Sánchez, mejor conocido como Raphael de España, al que desde entonces contemplé
y aplaudí como un loco.
Hasta ese momento, la principal referencia que yo
tenía de un cantante, de un artista, de una estrella, era la de Marco Antonio
Muñiz; sin embargo, cuando apareció este monstruo llamado Raphael con aquel
espectáculo, con aquella extravagancia, tirando su saco y personificando una
puesta en escena tan dramática, me costó asimilarlo. Quedé absolutamente
maravillado, no sabía que el histrionismo podía llegar hasta donde Raphael lo
estaba llevando para interpretar, y escenificar un tema ya mítico como Yo soy aquel.
Absolutamente una sobreactuación.
Años más tarde, fue una voz femenina, dulce como la
caña y poderosa como el mar; extrovertida y con un rasgo tonal único... la que
me puso a vibrar el corazón. Fue una de las primeras veces que escuché el
género salsa con atención y, cómo no, quedé fascinado. La salud per cápita de
cada nota de esa mujer era la afinación perfecta; mejor que el Auto-Tune y esos
afinadores y procesadores de audio que utilizan hoy en día algunos cantantes.
Esta mujer era una orquesta en sí misma; estoy hablando de Celia Cruz, quien,
con su
carisma, su vigor, su imagen y su voz imponente, en
cierta forma llegó a engalanar a la mismísima Sonora Matancera, al menos desde
mi punto de vista. Ella cogió el toro por los cuernos, mostró unas condiciones
extraordinarias para el canto y se robó el show.
Con Celia siguió creciendo mi panteón de ídolos y lo
que vino después me produjo gran admiración.
Escuché un estilo de salsa más progresivo. Desde el
piano que dominaba toda la complejidad y la belleza de la música clásica, hasta
fusionar elementos del jazz y del rock, con claras influencias de la Sonora
Matancera, pero con un sonido y sello original. Aquellas producciones estaban
tan bien cuidadas, eran tan creativas y agradables al oído, que sus dos genios
creadores se convirtieron en los “Ángeles del cielo” y, sin duda, lograron un
impacto mundial al ayudar a que ese género fuera más amplio y popular. Hablo de
Richie Ray y Bobby Cruz.
Gracias a la música he podido conocer y disfrutar el
mundo. Por ejemplo, a Richie y Bobby los empecé a seguir cuando viví un tiempo
en Puerto Rico, donde solía compartir espacios y tarimas con todas las
orquestas populares de la isla. Recuerdo que en una ocasión me enfrenté a la
orquesta de Willie Rosario, con la sabrosura y la alegría de esos conciertos,
en los que dábamos todo para que el público bailara y gozara, y me llamó la
atención una voz en particular, la de un joven cantante de esa agrupación que
interpretaba los temas con mucha seguridad vocal, con estabilidad y afinación,
¡qué majestuosidad!
Es raro ver a un muchacho tan joven preocuparse por
proteger cada frase, nota por nota, y no solo eso, sino con la higiene y
responsabilidad de un profesional de respeto. Debo admitir que me llamo la
atención esa concentración en procura de una buena interpretación. Aquel
cuidado de las herramientas que usaba este joven me motivó tanto que llame a
mis cantantes para preguntarles: “¿Están escuchando a ese muchacho?, a lo que
todos respondieron -Sí maestro-, entonces volví a preguntar, ¿Ustedes saben lo
que significan la autoridad, la firmeza, la actitud y la brillantez? Eso es lo
que está haciendo
ese muchacho ¡Protejan sus notas con el alma, no las
tiren, así como los hombres que traen hijos al mundo como si no se dieran
cuenta de lo que eso significa, consiéntanlas, vívanlas, defiendan sus notas!
Es más, les apuesto lo que quieran a que algún día Latinoamérica va a tener que
aplaudir a ese muchacho por lo cuidadoso e impecable de su comportamiento
vocal”. Ese joven al que me refería no era otro que Gilberto Santa Rosa.
Hoy me place recordar que a lo largo de mi
trayectoria he logrado participar con ellos en el mejor lugar posible: en un
escenario de concierto, con un público que podía apreciar un dúo improvisado,
pero que para mí representaba el encuentro con los más grandes. Fantasías que
se tornaron reales en diferentes momentos de mi vida. Así se dio mi encuentro
con estos titanes, con estos colosos, con estos ídolos, y así, con esas
sorpresas, esas proyecciones, esos anhelos y esos extraños y emocionantes
encuentros, comenzó también la verdadera historia de Wilfrido Vargas.
Yo no soy muy dado a la superstición ni a las cosas
extrasensoriales; Pero por alguna razón, pude tener en mi orquesta a esas
galaxias que conformaban el cielo musical en mi mente. ¿Coincidencia, suerte o
superstición? Lo que sea. Entiendo que existen el azar y los golpes de fortuna,
pero cuando pienso en el hecho de haber podido estar junto a esos dioses solo
puedo recordar aquel refrán que reza: “No creo en brujas, pero de que vuelan,
vuelan”. Por eso quiero compartirles los videos de estos gratos momentos, como
un homenaje a los sueños de un niño, de un adolescente, de un joven que nunca
dejó de creer... incluso en las brujas que nadie sabe si existen, pero que, de
existir, de seguro cambian sus escobas por instrumentos musicales para volar
muy alto.
Por WILFRIDO VARGAS/Diario Libre
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