LA HABANA (7 Diciembre 2017).- GITANJALI Rao vive en
un pueblo estadounidense donde es común que el agua esté contaminada. Ver a sus
padres haciendo pruebas con pequeñas tiras debajo del chorro del grifo es cosa
de todos los días. Y ver sus rostros frustrados por no tener la seguridad de
que sus hijos beben el líquido sin exponerse a intoxicaciones o a la génesis de
algún tipo de cáncer fue el detonante de
todo el ingenio creativo de la pequeña, aficionada a las ciencias desde sus
tempranos 12 años.
Este inicio de diciembre fue nombrada Mejor
científica joven estadounidense del año que se despide, por crear un
dispositivo que prueba los niveles de plomo en el agua mediante nanotubos de
carbono y envía la señal del resultado al teléfono celular de manera muy
precisa y confiable.
La joven promesa explicó que aspiraba a poder ayudar
no solo a su familia, sino también a toda la ciudad de Flint, en Michigan,
donde la historia de aguas contaminadas suele angustiar a los ciudadanos.
Sin duda esta sería una historia con buen final, de
no ser porque el asunto de las aguas contaminadas no se limita a un pequeño
poblado amenazado por los altos niveles de plomo en sus acueductos.
Un nuevo país
Este mismo fin de año deja atrás otra historia sobre
agua contaminada, pero no gozó de la misma cobertura mediática que la atractiva
figura de Rao causó en la audiencia. Y esta sí que tiene un final por escribir.
En septiembre varios medios anunciaban el descubrimiento de una nueva isla de
plástico flotando en el Océano Pacífico, cerca de las costas de Chile y Perú. Y
a inicios de diciembre, la asamblea del Pnuma (Programa de las Naciones Unidas
para el Medio Ambiente) reunió en Nairobi a más de un centenar de ministros de
Medio Ambiente de todo el planeta para tratar el tema de la nueva y peligrosa
plaga que nos azota: el plástico.
Los ambientalistas que descubrieron este
«continente», que disparó todas las alertas, fueron los miembros de una
organización sin fines de lucro, Algalita Marine Research Foundation, con sede
en Long Beach (California, EE. UU.), la cual llevó a cabo la expedición que
duró seis meses por el Océano Pacífico sur.
Y sí. Leyó bien. Nueva isla dijimos, porque ya hay
antecedentes verdaderamente grises para la existencia de basura acumulada en
nuestros océanos, especialmente en este vasto Pacífico, aunque estas
dimensiones son muy alarmantes.
Para hacernos una idea clara, su extensión alcanza las magnitudes de Francia,
o México, y supera el tamaño de Colombia. Nada menos que una superficie de más
de dos millones de kilómetros cuadrados observable desde el espacio. Los
peligros que representa para la salud de océanos, especies y vida en general no
son pocos.
Por un lado, el plástico se diluye y alcanza niveles
microscópicos, lo cual provoca que la sustancia se integre a la cadena
alimenticia llegando al aparato digestivo de los animales marinos, y provocando
la reducción de ecosistemas y en muchos casos, la mutación maligna de las
especies.
De hecho este problema ha llegado a convertirse en
una verdadera amenaza para la biodiversidad marina, y los zoólogos ya dedican
desde hace varios años congresos internacionales sobre el asunto y crean
santuarios especiales para animales afectados por estos restos, especialmente
tortugas y aves.
Solo por tener un dato aislado, la ONU estima que al
menos ocho millones de toneladas de plástico entran a los océanos cada año,
causando anualmente la muerte de más de un millón de aves y de cerca de 100 000
tortugas y mamíferos.
Estudios sobre el tema revelan, por ejemplo, que
hasta un promedio de 39 artículos de plástico son hallados en el cuerpo de
petreles —aves marinas— examinados tras su muerte.
Por si fuera poco, para aquellos que creen que «esto
nos pica de lejos», la presencia de plástico y microplástico en aguas marinas
sobrepasa el tema de la conservación de especies animales, y tiene un rol más
que activo en el asunto del cambio climático, pues puede calentar la superficie
oceánica.
La fundación Algalita advirtió que el plástico puede
acumular calor y aumentar la temperatura del agua hasta incluso superar la del
aire. De manera que no solo el efecto invernadero se favorece de estos
factores, sino además la formación de huracanes como los que este mismo año
azotaron regiones latinoamericanas. ¿A que no pensábamos en eso cada vez que
arrojamos un nailito de caramelo a la orilla del mar?
La
nueva moneda
Todo esto ha generado la consiguiente búsqueda de
financiamiento y campañas de concientización sobre el vertimiento de plástico
que cada vez son más obstaculizadas por los dueños de grandes empresas en
naciones capitalistas.
El gran drama para los ambientalistas del mundo ante
este dilema del plástico está precisamente en el viejo conflicto del
capitalismo actual y el poder de los grandes empresarios detrás de las enormes
factorías transnacionales. O sea, el dueño de una gran empresa que exporta
sus productos con un bonito
envoltorio que le genera enormes cifras de ganancias, definitivamente no va a
tener oídos abiertos a los discursos de zoólogos y conservacionistas,
climatólogos u oceanógrafos para limitar sus vertimientos y producciones.
Una de las propuestas de la reciente cumbre es crear
un grupo de trabajo en el que participen representantes de la industria, una
idea por concretarse.
Pero más cerca aún de nuestra propia
responsabilidad, ¿qué por ciento de la población mundial, acomodada al confort
de una vida posmoderna «plástica» realmente piensa —antes de comprar y
deshacerse de una bolsa de plástico— en el lugar de destino de ese simple
artículo?
Solo por una prueba sencilla, haga el ejercicio de mirar a a su alrededor y
contar así de rápido cuántos objetos o artículos de plástico desechables tiene
usted mismo muy cerca. Se trata de la llamada generalización del plástico
(presente hasta en el champú que compramos cada mes, por cierto). ¿Existen
otros sustitutos posibles? ¿Estamos dispuestos a utilizarlos? ¿Evadimos el
asunto con la excusa de vivir en un país que no es consumista?
Para aumentar el tono trágico las autoridades no
suelen intervenir con demasiado énfasis en países que son grandes exportadores,
donde los renglones principales de crecimiento económico se centran en la
producción industrial. No es casual que precisamente las organizaciones no
gubernamentales, como Algalita, sean las descubridoras de los grandes problemas
en este tema.
El encuentro de Nairobi, según informaba BBC, dejó
en evidencia uno de los mayores obstáculos: las empresas productoras se han
opuesto a cualquier tipo de restricción durante décadas y aún halan los hilos
de las comunicaciones pagando a periodistas para que escriban notas sobre cómo
cualquier prohibición llevará a la pérdida de empleos.
Con tanto en juego, y casi maniatados, los
ambientalistas han optado por la concientización, como la iniciativa que hace
unos meses permitía convertirse en ciudadanos de la isla de plástico del
Pacífico, pasaporte y visa incluidos. Todo esto con el fin de combatir desde el
humor la amarga realidad.
El primer ciudadano sería el ambientalista Al Gore,
quien apoyó el intento de hacer pensar a la humanidad sobre la inminente plaga
en nuestros mares.
Y usted, que vive en un país costero y ya sabe la
realidad, ¿creerá en el poder anónimo de sus acciones diarias, o se escudará en
la enormidad del asunto y terminará por arrojar ese nailito de golosinas a la
orilla de cualquier playa? Tal vez mañana pueda ser ciudadano de un continente
de nailon y plástico diluido, donde sobrevuelen agónicas gaviotas atoradas.
Por IRIS OROPESA MECÍAS
No hay comentarios.: