LA HABANA (4 Agosto 2018).- Con los americanos Castro volvió a
abrir las válvulas, sabiendo que esta vez el éxodo sería en balsas.
Era el verano de 1994. El gobierno
discutía planes para la opción cero y las ollas colectivas. Eran los tiempos
del bistec de frazada, el picadilllo de cáscara de plátano, el agua con azúcar
por desayuno (y a veces almuerzo), y la extinción de los gatos.
Los tiempos de la neuritis óptica,
la gente flaca, renegrida y demacrada, la bicicleta y los “camellos”
infernales. Y de los “alumbrones”, porque la regla era el apagón, que en medio
del calor de Cuba obligaba a las familias a salir de sus casas, hasta que
pudieran encender los ventiladores.
La autocracia que gobernaba el país
se lo había jugado todo a un caballo y había perdido. El Producto Interno Bruto
cubano se contrajo en casi 40 por ciento. La tubería de suministros, incluidos
alimentos, insumos industriales y petróleo enviados por los países
"hermanos", se había cerrado de la noche a la mañana. Y las reservas
del país eran escasas porque, después de todo, el gobierno estaba convencido de
que el futuro pertenecía por entero al socialismo.
En la base de la pirámide social,
donde más pesaba la debacle, la crispación y la desesperación estaban a flor de
piel. Al amparo de los apagones nocturnos los más arrojados apedreaban las
casas de los militantes del partido y les lanzaban insultos.
Pero la idea que dominaba la siquis
colectiva cubana no era luchar, sino evadirse: “montarse en algo”, “pirarse”,
abandonar el Titanic. Y en la Cuba de los 90, donde viajar era privilegio de
unos pocos, eso sólo podía hacerse por mar, en una balsa rústica o robándose
algún bote o barco del Estado.
El 13 de julio del 94, a fin de dar
un escarmiento que aplacara la epidemia de hurtos y desvíos de embarcaciones,
el gobierno había mandado a hundir a sangre fría, a golpe de chorros de agua y
embestidas, un remolcador con 62 civiles a bordo, incluidos niños y mujeres,
que había sido sustraído del puerto de La Habana para viajar a Estados Unidos.
El 4 de agosto, un rumor que luego el
gobierno atribuiría a Radio Martí congregó a cientos de habaneros hartos de
pasar privaciones en la Explanada de la Punta, en espera de un imaginario barco
que vendría a llevárselos. Según testimonios, a algún policía estúpido se le
ocurrió entonces tratar de dispersar a los congregados.
Fue la chispa en el polvorín. La
torpeza del uniformado provocó la primera y hasta ahora única protesta masiva
contra el castrismo que recuerde La Habana, después de que fueran ahogadas a
sangre y cárcel las de los años 60. Los vecinos de las calles San Lázaro y
Malecón presenciaron Insólitas escenas de jóvenes en su mayoría negros, de los
barrios marginales de la capital, rompiendo vidrieras, lanzando piedras y
gritando “Abajo Fidel”, desde La Punta en el Prado hasta el Parque Maceo en
Belascoaín.
La revuelta, que pasaría a la
historia como "El Maleconazo" fue rápidamente sofocada por la policía
y contingentes de respuesta rápida disfrazados de constructores y armados con
palos y cabillas. Pero la desesperación y la crispación siguieron creciendo.
Abrir las válvulas
A Fidel Castro le había salido bien
en dos ocasiones anteriores. Con Camarioca 1965 y Mariel 1980 la técnica de
abrir las válvulas del éxodo le había permitido bajarle la presión a la caldera
social, y tener algo en la mano para negociar con los americanos.
“Ingeniería migratoria como arma
coercitiva”, lo define en un estudio de 2004 Kelly M.Greenhill, una
especialista en el tema de la Escuela de Gobierno Kennedy, Universidad de
Harvard.
Al abrir los puertos de Camarioca y
Mariel, Castro invitó a los cubanos residentes en Estados Unidos a ir a buscar
a sus familiares.
Camarioca pronto se transformó, por
acuerdo de los dos gobiernos, en un puente aéreo que estuvo sacando
descontentos de Cuba hasta 1973.
Mariel, que siguió a una serie de
intentos de cubanos por refugiarse en sedes diplomáticas ─y a la retirada de
las postas de la Embajada del Perú que permitió el hacinamiento en esa legación
de 10.800 cubanos en tres días─ se convirtió en la vía de escape para 125.000
cubanos.
Castro los caracterizó a todos como
la escoria de la sociedad. En realidad, en las embarcaciones de los exiliados
que iban a buscar a sus familiares emigraron, además de muchos cubanos
valiosos, los más recalcitrantes criminales comunes de las cárceles cubanas, a
los que el gobierno les distribuyó planillas y les entregó ropa de civil para
que se fueran por Mariel.
Aquel segundo éxodo masivo y
desordenado causó serios problemas logísticos y financieros al estado de la
Florida y al gobierno federal de Estados Unidos; incrementó el nivel de
criminalidad en el estado suroriental; y le hizo perder la reelección al joven
gobernador de Arkansas, Bill Clinton, debido a su mal manejo de un motín
encabezado por marielitos cubanos, incluidos los indeseables, en Fort Chafee.
También influyó en la derrota
electoral del presidente Jimmy Carter frente a Ronald Reagan en noviembre del
80. Pero además convenció a los floridanos de que las migraciones masivas
arruinaban sus vidas, y a la comunidad cubana exiliada, de que cualquier
invitación de Castro para ir a buscar a Cuba a sus familiares podía ser una
trampa para emplearlos como portadores de sus “bombas demográficas” contra
Estados Unidos.
De modo que cuando el 5 de agosto de
1994, en el resumen del Maleconazo, Fidel Castro declaró que no pensaba
custodiar más las costas de la Florida, sabía que los cubanos que quisieran
irse tendrían en esta ocasión que “montarse en algo”: algo flotante, pero
inseguro, improvisado, que ni siquiera se podría definir como “embarcación”.
“Prefiero hundirme en el mar”
Aun así, decenas de miles decidieron
correr el riesgo. De ellos, un número indeterminado, pero estimado en varios
millares, perderían la vida.
Por ROLANDO CARTAYA
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