BERLÍN (6 Junio 2015).- No es ésta una crónica del
subsuelo de Berlín, de sus cabarets y sus demonios, de la perversión como única
metadona, la de los "hombres peligrosos", que cantaba Marlene
Dietreich. Bajo este plomizo cielo que tantas veces tuvo que cerrar los ojos
emergieron esta vez un puñado de héroes. Tipos en calzones a los que el elogio
quizá ya les traiga sin cuidado. Poco importa. Se propusieron hacer suya la
historia, este tiempo que adquiere un color azul y grana, y levantaron una Copa
de Europa que les fija ya en nuestro recuerdo.
Señaló el turco Çakir el final del partido. Y no
podían brotar más que las lágrimas. "Y nos besamos / como si nada pudiese
caer", tal y como recordaba Bowie a sus amantes a punto de ser ametrallados
ante el muro. Esa misma sensación de sentirse invencibles ante las
dificultades. Tantas como las que intentó ponerle Massimiliano Allegri y su
encomiable Juventus a un Barcelona que, pese al sufrimiento, pese a ese empate
de Morata en el segundo acto que llenaba de vida a la 'Vecchia Signora',
resistió de pie ante la rebelión del rival.
Las rodillas sólo quedarían hincadas en el suelo en
el ocaso, temblorosas ante semejante esfuerzo. La recompensa bien merecía la
pena. Porque el Barcelona atrapaba la quinta Copa de Europa de un club que
nunca fue el mismo desde que Cruyff le obligó a alzar el mentón. Ya no hay
miedo a perder. A sentirse inferior a nadie. Fue el cuarto cetro continental de
la década, la segunda triple corona para una generación descifrable a partir
del camino emprendido por Xavi, que se despidió del club de su vida, y la
presencia del mejor futbolista de siempre: Leo Messi. Un chico que pasó
desapercibido la mayor parte de la final. Porque esperaba su momento. Porque
tomaba fuerzas para sacar a su equipo del purgatorio justo cuando los
sepultureros removían ya la tierra.
Mientras Pogba se desesperaba reclamando un penalti
de Alves, Messi, en una carrera repleta de mística y grandeza, dejó en la
cuneta las ilusiones de la Juventus. Cayó Barzagli. Resistió como pudo Buffon,
agotando su bolsa de milagros. Pero el gol sólo podía atraparlo un delantero
como Luis Suárez. Un futbolista para el que no existe ni el cansancio, ni la
derrota. Un hombre para el que el fútbol es la única respuesta a su existencia.
A punto para rematar a bocajarro y gritar el momento de su vida.
Pragmatismo
en estado puro
Pocas cosas ocurren sin que las permita Messi. De
sus botas nació el gol que iba a abrirle los mares al Barcelona en ese cuarto
de hora en el que debió haber zanjado el partido. Alzó la cabeza La Pulga, como
si quisiera encontrar respuestas mirando a la Puerta de Maratón del Estadio, y
cambió el juego a la carrera de Jordi Alba. Neymar tomaría la continuación, y
pararía el tiempo. Amago, baile, y toque hacia Iniesta. Nada inmutaría al
manchego en el área. Placer pausado, rostro pétreo ante un rival hipnotizado e
incapaz de avanzarse al pase con el exterior. Rakitic, el mismo al que su
pequeña hija se negaba a dejar marchar en el avión que tomaba rumbo a Berlín,
cumplió con su parte del trato. Melena al viento, zurdazo de primeras a la red.
Apenas 220 segundos. Un suspiro. Un mundo. El cuarto tanto más rápido de la
historia de las finales.
Saltó Luis Enrique como si no hubiera mañana.
Cruyff, en Wembley, casi se parte la crisma tras el gol de Koeman no porque
pretendiera celebrar el gol, sino para decirle a sus jugadores que se quedara
uno en campo contrario para retrasar el inicio del juego. Pues Luis Enrique,
pragmatismo en estado puro, incapaz de mostrar su felicidad más del tiempo del
debido, gritó a Mascherano para que se acercara. Se había resbalado el central
argentino hasta dos veces en los dos primeros minutos, y había llegado el
momento de cambiarse las botas.
Pagó la Juve el golpe en ese primer parcial en el
que el Barcelona amagó con formular una obra maestra. Mientras Arturo Vidal,
cuya mejor metáfora es su propio peinado, pagaba su frustración atizando a todo
el que se ponía por delante, los jugadores azulgrana corrían en busca de la
sentencia. Pudo haber llegado tras la mano que Lichtsteiner intentó esconder
sin éxito dentro del área; tras el zapatazo de Neymar que acabaría volando por
encima del larguero; o bien mediante un latigazo de Dani Alves que permitió
constatar la evidencia. Gianluigi Buffon, a sus 37 años, nunca dejará de
intimidar a sus rivales. La manopla zurda que sacó al disparo del lateral
brasileño no sorprendió. Conmovió.
Cinturón
de castidad
Pero aquello no iba a ser el típico cantar de gesta.
La Juventus, confiada en que el plan de Allegri continuaba siendo el bueno,
apretó los dientes y continuó presionando bien arriba. Con Pogba exhibiendo ese
músculo por el que suspira media Europa, Marchisio cerrando huecos en los
pasillos interiores, y Morata, el mejor atacante piamontés, una tortura para
Mascherano, y siempre dispuesto a echarse al monte. Si lo que pretendían los
bianconeri era intimidar en la salida de balón, lo consiguieron con creces.
Hasta Ter Stegen erraba pases en la alocada búsqueda de Busquets e Iniesta,
faros en la noche. Perdida la lucidez, los azulgrana se preparaban para su
segundo plan. Aprovechar los espacios y echar mano de la genialidad de su
troika. Tarea en la que se aplicó Luis Suárez, al que se le escaparon dos
tantos cuando el primer acto desmayaba.
Aunque la Juventus, al que ni siquiera le hacía
falta reparar en la presencia de su regista Pirlo, se sabía con un cinturón de
castidad. Otra prodigiosa mano de Buffon detenía a Suárez, y el Barcelona, cada
vez más desconcertado frente a un rival más intenso, más ordenado y más
concentrado, cedía un empate que le supo a rayos. Un tanto parido por un
taconazo de Marchisio, y que Ter Stegen, tras despejar una primera intentona de
Tévez, dejaba en bandeja a Morata. Intentaba cobrarse el ex madridista su particular
justicia poética tras haber eliminado en semifinales al club que le enseñó a
soñar. Pero no sería suficiente.
Asomó Messi, sentenció Luis Suárez. Neymar, que se
había quedado sin premio por marcar ayudado con la mano, no cejaría hasta matar
el partido con la contra definitiva. La que permitiría la explosión en la
grada, torso desnudo, aullido de orgasmo. Y el Barcelona pudo cumplir con
Brecht: "Las revoluciones se producen en callejones sin salida".
Siempre.
Por
FRANCISCO CABEZAS/El Mundo
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