SANTO
DOMINGO, República Dominicana (7 Enero 2019).- 55 años se arriban este lunes
del nacimiento de Nicolas Cage, actor y productor estadounidense.
Como bien
saben sus devotos, Nicolas Cage es al cine de género lo que Raphael a la
canción ligera: un volcán en erupción, una catedral de diamantes en llamas
levantada en medio del desierto, una explosión de barroquismo que hace del
exceso su punto de partida… Cage es una seductora singularidad: mientras el
gusto consensuado le considera uno de los peores actores en activo, sus
incondicionales son capaces de crear fanzines a su mayor honra y gloria
–¡háganse con un ejemplar de la imprescindible NicCagepedia si alguna vez lo
tienen a su alcance!- y de apreciar con conocimiento de causa su talento para
elevar la sobreactuación a la condición de elevado arte.
Para el
iniciado, sus puntuales ejercicios de contención interpretativa suelen ser
recibidos como un bajón, porque el artista brilla y deslumbra no cuando se le
doma, sino cuando se le desata: Furia ciega (2011), de Patrick Lussier, fue un
paradigmático ejemplo de energía Cage amplificada por la complicidad del
director al mando, como al parecer también lo es Mandy, de Panos Cosmatos,
presentada en el pasado Cannes. Aunque, en ocasiones, la suma de cineastas
dados a la hipérbole y Nicolas Cage no ha dado con la química anticipada:
ocurrió así en Ghost Rider. espíritu de venganza (2011), que puede ser
recordada como la película en la que Cage meaba fuego, pero también como el
trabajo donde el tándem formado por Mark Neveldine y Brian Taylor se situó muy
por debajo de sus logros en el díptico Crank: Veneno en la sangre (2006) y
Crank: Alto voltaje (2009). En Mamá y papá, Taylor, en solitario, sí que le ha
proporcionado al actor un buen traje a medida.
Comedia
negra de premisa extrema –un agente biológico desactiva el instinto de
protección del ser humano hacia su prole-, Mamá y papá filma sus iniciales
secuencias domésticas con un eficaz sentido de la perturbación. El estilo
visual se hace abrupto y se afea un tanto en las secuencias de acción, pero el
humor autoconsciente que tanto Cage como Selma Blair (otra giganta) imprimen a
sus personajes se mantiene hasta el incisivo, demoledor plano final, que viene
a subrayar que lo narrado no es tanto fantasía como lectura de la estructura
profunda de toda vida familiar. El flash-back de la mesa de billar es una de
las cumbres Cage en esta pesadilla que incluso sabe jugar con un muy siniestro
fuera de campo.
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