Ernesto Rutherford fue un premio Nobel de Física al que le debemos ese modelo del átomo que se halla en cualquier animado o dibujo, en el que los electrones son como planetas pequeños girando alrededor del núcleo como si fuera el sol. En el laboratorio de Rutherford, cuenta Bragg, te daban, al entrar, una caja de herramientas con serrucho, pinzas, soldador, etc., porque se suponía que construyeses tus propias instalaciones experimentales. La escasez material no justificaba la chapucería, y tampoco justificaba violar el rigor del método científico.
Lawrence Bragg, crecido en la escuela de Rutherford, fue un importante físico británico que ganó el Premio Nobel de esa disciplina por sus contribuciones a determinar el orden atómico de los sólidos.
Bragg se involucró en ese tópico cuando Von Laue, otro Premio Nobel, descubrió la difracción de rayos x, que implicaba que estos eran radiación electromagnética, como lo era la luz visible, pero de una energía muchísimo mayor.
El padre de Lawrence, William Bragg, había sido defensor de que los rayos x eran partículas. Lawrence quiso reivindicar la hipótesis del padre y, para ello, reprodujo los experimentos de Von Laue, con mucha más precisión, a fin de encontrar un error o una explicación de lo observado en términos de partículas y no de luz.
Pero, después de reproducir los resultados de Von Laue, se convenció de que este tenía razón, y así lo expuso, enunciando, además, la ley de la difracción de rayos x que hasta hoy tiene su nombre.
El amor a la ciencia, contrario a la tozudez de aferrarse a conclusiones erradas, aun cuando las evidencias te demuestran errado, lo hizo ganar un lugar cimero.
En eso de amar la ciencia, una forma de amar la verdad, y no el empecinamiento reaccionario, tenemos un ejemplo mucho más cercano.
El artículo de Carlos J. Finlay, en el que plantea que el mosquito es el agente transmisor de la fiebre amarilla, comienza con un reconocimiento del científico cubano de que sus hipótesis anteriores, y por las cuales había ganado su entrada a la Academia de Ciencias de Cuba, eran erradas.
Luego de admitir el equívoco, al cual había dedicado muchos años de labor científica, Finlay expuso las razones por las que él concluía que el mosquito era el transmisor.
Su grandeza no tiene origen en descubrir el verdadero culpable de la epidemia de la fiebre amarilla, sino en la integridad ética de saber reconocer cuándo se había equivocado, y en consecuencia, desechar el argumento falso y abrirse a seguir buscando la verdad.
A esa actitud de honestidad superior Darwin le llamó «tener el corazón de piedra». Un científico se debe a la verdad, no a la conveniencia.
Téngase en cuenta que, en ese momento, probablemente en Cuba no había ninguno con la altura científica de Finlay para descubrir su error. Él era el propio juez de sus indagaciones, lo que no le impidió que saliera a explicarles a sus colegas que sus propias hipótesis no resistían la fuerza de la evidencia.
Eso hace a Finlay un
ejemplo, más allá de su colosal mérito científico, de honestidad y de audacia
científica, también a ganarse un lugar cimero en la ciencia mundial.
En la práctica contraria de forzar la verdad científica a conveniencia, Estados Unidos tiene una larga y nefasta tradición.
Hace unos días, un juez de Texas prohibió el uso de una pastilla contraceptiva, al margen de su comprobada eficacia e inocuidad. El fármaco acumula abundante evidencia científica de su efectividad, y lo raro de sus efectos colaterales negativos de gravedad.
No obstante el peso abrumador de los datos, el juez, conocido por sus posiciones antiaborto, suspendió su uso mintiendo sobre la inexistencia de estas evidencias.
Decidir en cuestiones científicas, con base en criterios de otra índole, no es nuevo. En el pasado, un juez estadounidense decidió que la Teoría de la Evolución no era correcta, no con base en la evidencia, sino porque contradecía determinada interpretación de los textos bíblicos.
Un cuerpo legislativo estatal estadounidense decidió regresarle a Plutón el estatus de planeta, a contrapelo de los argumentos científicos de la organización astronómica más importante del mundo, porque un astro descubierto por un norteamericano no merecía que se le rebajase el estatus.
Todo lo que aprobemos en materia de ciencia y de sus aplicaciones, incluyendo las médicas, debe estar validado solo en los más altos estándares de las evidencias científicas. Y cuando algo no resiste el peso de la evaluación de la evidencia, regresemos al ejemplo de Finlay, y con el corazón de piedra del que hablaba Darwin, rechacémoslo por más que signifique admitir que se ha errado. Eso, lejos de negar nuestro mérito en lo que el país ha hecho, nos válida para futuros y presentes resultados y, más importante aún, nos eleva en la cultura del rigor, objetivo que debe dominar todas nuestras tomas de decisiones.
Revolucionario es
debernos a lo más avanzado del pensamiento universal, y eso incluye ser siempre
fieles al rigor científico por encima de cualquier otra consideración.
Por ERNESTO ESTÉVEZ RAMS
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