Del mundo político, veleidoso, traicionero y encantador, casi todos somos partícipes.
Unos, de forma activa, fanática entusiasta y
enfermiza, otros, de manera tímida, solapada, disimulada, “como quien no quiere
la cosa.”
Sin importar cómo, o por qué, cuándo nos abstenemos de
votar, incidimos en los resultados, y por tanto decidimos, siendo esta, quizás,
la peor forma de decidir.
Por eso, en la medida que el elector tome plena
conciencia de su rol, con el devenir histórico al que concierne, no se dejará
arrastrar por cantos de sirenas.
Entonces convertirá su voto en un instrumento de
avance y desarrollo contra el letargo y abandono en que se encuentra una gran
parte de las poblaciones del país.
Hoy más que nunca, las pasiones y el fanatismo
político están presentes en quienes debemos escoger autoridades que garanticen
una vida con decoro en que los servicios vitales y prioritarios estén al
alcance de todos.
Sin que esto conlleve, desmedro de la dignidad y el
respeto de nuestros derechos ciudadanos y como seres humanos.
Mientras se ponga precio al voto, sin aquilatar su
valor e importancia, seremos reos del poder del dinero.
A merced de una percepción cimentada por la pasión, el fanatismo o las prebendas
recibidas provocando una ceguera política, por la a veces elegimos lo peor por
lo mejor.
El voto constituye para el ciudadano elector, el
instrumento ideal, el arma de reglamento, para dar en la diana, que impulsa
esperanzas de bienestar y desarrollo.
Con Dios siempre, a sus pies.
Por LEONARDO
CABRERA DÍAZ
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