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Morderse la lengua

El poder por lo regular resulta embriagador y quien lo ejerce suele encariñarse con él, a tal grado que a veces pierde la sensibilidad y abandona toda humildad. 

Asumiendo matices de altivez. 

Se transforma en un hombre o mujer de características muy distintas a las que tenía antes de asumir el cargo.

Características por las que precisamente se agenció confianza ciudadana.

Pero toda regla tiene su excepción.

No siempre quien ostenta el poder, se deja arropar del cortejo adulador y lisonjero que le hace creer que sus decisiones son inequívocas, y están por encima del bien y del mal. 

La palabra y los caprichos del Rey.

Quien ejerce el poder, debe estar revestido de la sabiduría, la cordura, la ecuanimidad y la prudencia necesarias, para cumplir  con las funciones atinentes a su investidura.

Sean estas políticas, religiosas, empresariales, militares, gremiales o de  cualquier otra índole.

Sus decisiones repercutirán de un lado u otro de la balanza sobre el conglomerado que dirige.

No todos los mortales tienen el privilegio de llegar al poder.

El poder precisa de una vocación intrínseca,  de un aura especial, el  don de mando y  carácter de líder necesarios para provocar que  los demás se  conviertan en súbditos  llegando al fanatismo y  cierta idolatría.

Quien ostenta el poder, se debe a todos sus gobernados, y no solo a quienes mediante acuerdos o estratagemas convenidas le llevaron a él, a las alturas.

Nunca debe ignorar ni obviar la disidencia, oposición o ideas contrarias a sus decisiones y ejecutorias.

Porque un poder sin equilibrio ni contrapeso es proclive al totalitarismo con rasgos muy pronunciados de absolutismo y eso huele a peligro.

Muchos solo buscan el poder, solo por el poder, y de paso, engolar su ego, vanagloriarse.

Otros en cambio van tras el poder, no solo por el poder, sino tratando de alcanzar la gloria. Ser útil, servir con dignidad y sobre todo defender su Patria.

Tocará al gobernado elegir con sabiduría a quien dirigirá su destino.

Así luego arrepentidos no se darán golpes de pecho, ni tampoco querrán que les devuelvan sus votos, o por sentirse culpables morderse  la lengua.

Con Dios siempre, a sus pies.



Por LEONARDO CABRERA DIAZ

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