LISBOA (24 Mayo 2014).- Vestir de blanco es tener
una misión, asumir el cometido de cambiar una historia frente a todos aquellos
a los que únicamente les resta admitirla, padecerla, incluso con la crueldad
que lo hizo este Atlético machadiano, partido a partido, golpe a golpe, verso a
verso. Todos son hombres, futbolistas, pero una cualidad intangible hace
diferentes a unos de otros a partir de ese acto casi sacramental de colocarse
la camiseta del Real Madrid. Sergio Ramos es hoy quien mejor representa ese
madridismo eterno que respira donde los demás mueren. Ese día saben que no
habrá otro sin conocer el límite de sí mismos. Ese día saben que el siguiente
es sólo un peldaño en la subida hacia el trono sin el que comprenderse es una
tortura. La Décima es su descanso, su paz, su gloria.
La Décima nos explica, también en 10 versos como 10
copas, el porqué de una historia protagonizada por héroes como Sergio Ramos,
pero cuya métrica tiene que ver con condiciones labradas en el tiempo por
encima de los personalismos. Rima con orgullo, rima con lucha, rima con honor,
rima con todo aquello sin lo que la eternidad es un imposible. Ese pensamiento
invade en estos momentos al Atlético de Madrid y su gente. Vieron en el
sevillano el espectro de aquel futbolista impronunciable que, en 1974, hace 40 años,
los separó de la Copa de Europa cuando ya lo celebraban. Schwarzenbeck se
llamaba. Largo ha sido el camino, pero pese a todo, ha valido la pena. Sólo les
resta, hacer camino al andar.
Las
piernas de Costa y Cristiano
Cuando Diego Costa abandonó el campo, a los ocho
minutos, el Atlético no sintió sensación alguna de desamparo. No sabía si
interpretarlo como un infortunio o como una señal. Igual que en el Camp Nou,
siguió a lo suyo, como el batallón que releva hombres en la trinchera. La
situación desvelaba la verdad: Diego Costa tiene calidad, por supuesto, pero
está dónde está porque lo ha llevado su equipo. El tratamiento milagroso
únicamente le sirvió para poder decir que estuvo sobre el campo, pero desafiar
a la naturaleza suele tener consecuencias. Por mucho que se idolatre o pague a
los futbolistas, sus piernas son las de hombres. También las de Cristiano,
desconocido por su lucha interior: las ambiciones contra los miedos.
Cristiano calculó cada carrera y hasta cada golpeo,
no fue el purasangre indomable que se desata en la pradera ni cuando la tuvo
delante. Fue uno más. Un mal asunto para el Madrid, menos compacto, con más
grietas por la ausencia en su columna de dos piezas esenciales: Xabi Alonso,
sancionado, y Pepe, lesionado. Varane suplió al portugués y Ancelotti se
inclinó por Khedira para el centro del campo, en lugar de Illarramendi. Al
segundo le ha podido el peso de la camiseta, es cierto, pero el alemán regresa
de una lesión, le faltan las medidas, la finura que da la puesta a punto, si es
que alguna vez la tuvo. En lugar de poner lo suyo, peso, el técnico quiso que
pusiera el mando. Se equivocó. Con Isco, mejor.
El
festejo de cada córner
Con dificultades, pues, para los blancos en la
salida de la pelota, el partido estuvo muy pronto donde deseaba el Atlético,
con ritmo bajo, muy táctico, sin propensión a las explosiones. Ningún equipo
quería dar espacios a la contra de su rival, con una progresión de los
laterales muy medida para no dejar espacios a sus espaldas. Carvajal fue el más
solvente. El Madrid necesitaba un gol para desatar la tempestad que sólo
parecía posible por Di María, cazado por Raúl García y Miranda, a los que cargó
con dos tarjetas. En la primera acción, el argentino encontró el espacio
después de que el conjunto de Simeone ensayara con su arma preferida, el balón
parado en un saque de esquina. El peligro podía ser de ida y vuelta.
Cada córner del Atlético era coreado por su afición
como medio gol, a la inglesa. Sabían bien por qué. En la segunda jugada
originada por uno de ellos, Godín remató blandito por encima de Khedira sin
encontrar a Casillas bajo palos. La acción retrató su mala salida, indeciso. La
imagen lo habría perseguido para siempre en este tiempo que nunca creyó que
viviría en su casa. Hace 12 años, en la última Champions conquistada por los
suyos, fue el héroe imberbe y adolescente de la final. En Lisboa, un hombre
abatido por un momento eterno, pero el destino no fue tan cruel con el portero
como con el Atlético. Está con él.
Frente a los esfuerzos de Di María y la impotencia
de Cristiano, el Madrid apenas pudo poner en suerte a Benzema, también mermado.
Tan sólo lo consiguió con Bale, pero el fichaje del año decidió siempre mal de
forma incomprensible. En la ocasión más clara, gracias a un fallo de Tiago, el
único del mediocentro, llegó hasta más allá del punto de penalti y no encontró
la red, como un verdugo que no quiere matar. Le esperaba, no obstante, el mejor
plato, como en la Copa. Hasta la sentencia, fue un futbolista con las botas mal
puestas, al revés. Quizás por ello marcó con la cabeza.
Prolongación
insoportable
Ancelotti agitó el equipo con lo que tenía, Isco y
Marcelo, y finalmente hasta Morata. El Madrid ganó metros, y aunque sin
claridad, eso le hizo más amenazador. El Atlético, en cambio, se agrupó pero
sin renunciar a bascular y estirarse en cada recuperación en busca de Adrián,
sutil pero fino, y Villa, sin gol pero como un titán. Su esfuerzo fue, por
momentos, conmovedor, paralelo al de Gabi, corazón y pulmón rojiblanco.
Entregado a la resistencia en un Álamo rojiblanco, creyó tanto en sí mismo como
lo hizo un jugador del Madrid. Es Sergio Ramos, la representación de tantas
cosas. Es justo que, después de Múnich, fuera el hombre del gol en la agonía
que tanto aprecia este equipo. Se levantó para rematar en un córner que dibujo
el único lunar del Atlético. Todo lo que pasó después ya se le hizo
insoportable.
El empate, en el tiempo de prolongación, puso el
viento en las velas blancas, las inflamó, frente a un rival que no pudo
reponerse ni en su corazón, ni en sus pulmones, ni en sus piernas. Resistió el
Atlético la primera parte de la prórroga como pudo, quebrados muchos de sus
jugadores, pero nada pudo hacer en la segunda. Di María se movió como un
látigo, Courtois respondió pero Bale cazó el rechace en el palo. Todo lo que
pasó después fue como la corriente del río, el tanto de Marcelo, el penalti que
el propio Cristiano sufrió y transformó para desatarse en el lugar que más
habría deseado, Lisboa, su país. Si un título justifica su llegada al Madrid es
la Champions.
Nada debe reprocharse el perdedor, nada, después de
un curso en el que ha conquistado la Liga y reprodujo todas sus constantes, sus
virtudes, en la final. Ni siquiera la ira en su último aliento, expulsado
Simeone, Es ya lo de menos. Cibeles se engalana pero Neptuno puede estar
orgulloso, dos dioses para una misma ciudad. La gloria ha elegido la Décima
frente al malditismo.
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