Un padre iraní incapaz de hablar correctamente
alguno de los cinco idiomas en los que se expresa. El dragón, una máquina que
escupe pelotas sin desmayo ni piedad para que las persigan un niño y su
raqueta. Una aguja de 18 centímetros para combatir con inyecciones los dolores
de espalda. Las drogas. Steffi Graf, una de las mejores tenistas de siempre. El
dolor. Las dudas. El miedo. Esos son los personajes de Open. Mi historia, la
biografía de André Agassi, que ahora publica en español Duomo Ediciones, y en
la que el campeón de ocho títulos de Grand Slam de tenis arroja luz sobre los
oscuros rincones en los que a veces se decide quién gana y quién pierde en la
alta competición.
Porque Agassi, ex número uno mundial, odia el tenis
con toda su alma y lo ama con todo su corazón. En primera persona, ayudado por
la pluma de J. R. Moehringer, todo un premio Pulitzer, el estadounidense hace
mucho más que contar que jugaba con peluca, que protagonizó un positivo por una
droga recreacional que no trascendió porque lo taparon las autoridades, o que
está enamorado hasta el tuétano de Graf, su Steffi.
Lo que describe Agassi son
los ritos de una tribu formada por competidores individuales que no pueden
ganar sin la ayuda del equipo: el entrenador que aconseja y calma; el
encordador que rompe las raquetas y las reconstruye desde cero para incorporar
la empuñadura a medida y las cuerdas afinadas en el tono exacto; el podólogo
que mima los callos; el segurata con el que coincide todos los años en el mismo
sitio; los niños que le quitan trascendencia a perseguir una pelota, y la mujer
que lo comprende todo, porque estuvo allí, vivió y sintió cosas parecidas.
Lo
que cuenta Agassi son las razones que le llevaron a ser un tenista Guadiana,
capaz de dominar las pistas de resto en resto para luego perder su sitio entre
los mejores, protagonista de una montaña rusa emocional y profesional que le
vio ganar Roland Garros y completar el Grand Slam (la conquista de los cuatro
grandes) tras descender al abismo del número 141 del ranking.
Este es un desnudo público, un striptease emocional
en el que el campeón le ofrece su corazón al lector, y le regala sus dudas y
sus certezas. El miedo a ganar. El miedo a perder. El vértigo de salir a la
pista. El vértigo de que el cuerpo no le deje salir a la pista. Las ganas de
retirarse. Las ganas de seguir jugando. Una vida entre tensiones opuestas,
fruto de que sean otros y no uno mismo quienes tomen las decisiones
fundamentales. Cuando aún era un bebé, de la cuna de Agassi colgaba un móvil
hecho con pelotas de tenis. Iba a ser tenista o iba a ser tenista. Quisiera o
no quisiera.
Y así, el competidor nunca deja de llevar consigo a
aquel niño, sus traumas y sus pesadillas. ¿Cómo no hacerlo con un padre que
lleva pistola en la guantera, que amenaza con un hacha a otros conductores, que
elabora un programa para que golpee un millón de pelotas al año, que insiste e
insiste en que debe pegarla antes, todavía más pronto, más rápido, hasta
construir la coordinación, el timing, que distinguió a Agassi? ¿Cómo olvidar a
ese padre “violento” que casi murió ahogado y resucitó salvado por una
desconocida con la que habla en sueños, musitando su nombre (“Margaret”)?
Se puede concluir que el campeón olímpico odia el
tenis porque odia a su padre, y las dos cosas son indisolubles en su vida. Se
puede pensar, también, que Agassi quiere tanto el tenis como para no dejarlo
pese a su padre, el demonio que llena su vida de exigencias, gritos y consejos
técnicos y estratégicos.
Cuando el talento le permite ingresar en una afamada
academia, la situación de Agassi no mejora. Es “como El señor de las moscas,
pero con drives”, escribe. Un mundo salvaje e hipercompetitivo, violento, duro.
El tenis no siempre es un deporte de caballeros.
Con esos recuerdos siempre presentes en su mente,
Agassi descuenta sus años de deportista, pierde el pelo y se queda calvo; mide
a su compatriota Pete Sampras, al alemán Boris Becker, al suizo Roger Federer y
al español Rafael Nadal; sueña con un cuento de hadas que acaba hecho añicos y
en el que Brooke Shields, la actriz de El lago azul, es la princesa; y acaba
preparando su último torneo mientras empuña un cuchillo para quitarle los
arándanos a la magdalena que va a desayunar su hijo.
En el contexto de su biografía, esa es una imagen
poderosa. El libro está lleno de figuras sustitutivas de aquel padre boxeador
que huyó por una ventana, como un cobarde, cuando vio el tamaño del rival que
le esperaba en un combate de boxeo en el mítico Madison Square Garden.
Intentando llenar ese vacío desfilan Nick Bollettieri, el famoso técnico; Gil
Reyes, el preparador físico que le convence de que es Lancelot, el caballero
matadragones; Brad Gilbert, ex número cuatro mundial… Y a través de esos
personajes, o en ese instante mágico en el que el campeón dedica segundos preciosos
de su preparación prepartido a los arándanos que no quiere comerse su hijo,
parece que Agassi escribe para recordarle al lector que él no se parece a su
padre, que él no es como aquel exboxeador iraní que le paseaba una pistola por
delante de la nariz.
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