MADRID, España (3 Junio 2019).- La familia
de mi padre vivía en Matahambre. El barrio se llamaba Matahambre porque en un
pasado mítico, en vez de multifamiliares del Gobierno, allí crecían aguacates,
mangos y guanábanas.
Aquellos edificios eran un rico compendio de todos los
acentos de la isla, variaciones del español, que en algunos casos era lo único
de valor que traían consigo unos campesinos que habían abandonado sus conucos
para estar “mal, pero en la capital”.
Las íes mocanas, el gutural barahonero y
el tigueraje capitaleño dialogaban a la sombra de los números ganadores que una
locutora de dicción académica repetía durante horas por los altoparlantes de la
Lotería Nacional.
Los pregoneros traían otras cosas, jingles orales que se
sucedían hasta la caída del sol cuando eran sustituidos por las voces demasiado
roncas de unas prostitutas que publicitaban sus servicios en la acera de
enfrente.
Leí a
William Faulkner, a Carlos Fuentes y a Quevedo con ese telón de fondo. A un
lado estaba el mundo real, con su olor a inodoro y cigarrillos; al otro, una
literatura que, aunque reflejaba mundos de rampante oralidad, estaba
higiénicamente contenida en 300 páginas de papel. Como el estudiante de música
que escucha la nota que produce un grifo que gotea, mi oído adolescente comenzó
a escuchar literatura en lo que salía de las bocas que me rodeaban, en
Matahambre abundaba el resplandor estético y ético que hacía buenos a aquellos
libros. Pequeña minera de la oralidad, me dedique a copiar a bolígrafo las
expresiones idiomáticas, las onomatopeyas, las formas de contar lo extraño, las
barrocas malas palabras con que las mujeres acompañaban los jalones de pelo en
sus peleas. Sin entender muy bien lo que hacía, empecé a escribir en
dominicano.
Escribir en
dominicano significa que te pedirán que añadas un glosario a tus novelas, que
escribas en un lenguaje más cómodo, más amable. Que recibirás cartas de rechazo
de editores y agentes en las que te explican que lo universal es lo genérico y
lo tuyo es la oralidad. La oralidad que es lo particular, el aleph al que van a
parar las afectaciones de todas las psicologías, no es para ellos universal.
Hay una resistencia creativa en la oralidad, una contienda permanente entre lo
impuesto y lo improvisado, una contracolonización espontánea basada en lo
económico y lo que es placentero al paladar. Escribir en dominicano es echar a
la basura las ortodoxias gramaticales, los prejuicios paralizantes y la pobreza
de un español neutro que solo hablan las actrices latinoamericanas en las
telenovelas de Telemundo.
Esta
práctica me ha hecho comprender la trascendencia de la contribución que ha
hecho la clase trabajadora al acervo cultural dominicano, una clase abandonada
a su suerte que se fue a Nueva York con una mano delante y otra atrás, y
regresó con el Pulitzer de Junot Díaz, el Raymond Carver aplatanao a quien le
debemos la primera descripción magistral de una dominicanidad contemporánea,
transatlántica y felizmente disfuncional.
Hoy se habla
en Matahambre un español muy distinto al que utilicé para escribir mi primera
novela. A la velocidad de una semiautomática, la calle produce nuevos
significados para viejas palabras. He venido a tomar unas fotos de referencia
para una película y encuentro que en el apartamento de mi abuela hay ahora una
iglesia evangélica. Una elocuente pastora cocina a fuego lento a sus hermanos,
los sazona, pronto habrá algunos tirados por el suelo, sacudidos por el verbo.
Escucho, desde el parqueo, los aleluyas. La música urbana del colmado se
confunde con las panderetas. Un haitiano hace chistes con un taladro en la
mano. Viejos que juegan dominó golpean la mesa con sus fichas. Ya no hay mundo
real y literatura, solo un español democrático y participativo que masticamos
con las mismas muelas con las que los creadores del castellano masticaron, en
Hispania, el latín.
Por RITA
INDIANA/El País
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