Mi hijo pequeño está en esa etapa de descubrimiento del propio cuerpo y del de los demás; y, por supuesto, de lo que el estado de desnudez implica.
Aprovechamos para hablarle de límites y de privacidad,
con la mayor naturalidad posible. A él no deja de parecerle algo trascendente,
y cuando lo cambio de ropa se ríe y me dice: «Mira, mamá, sinnúo» (pretendiendo
decir, desnudo).
La palabra nos ha dado tanta gracia que ha pasado a
formar parte de ese diccionario peculiar e inteligible para los demás que toda
familia tiene; así, si algo nos deja perplejos, en ridículo o en alguna
situación embarazosa, solemos decir: «Mira eso, me he quedado sinnúa».
Y a falta de palabra mejor, porque la de avergonzada
se queda corta, así –sinnúa– me siento cuando navego por ese territorio a ratos
tan selvático y hostil que son las redes sociales.
Cuando era niña, mi mamá me enseñó a distinguir la
diferencia entre la burla y lo que por entonces llamábamos «el cuero»; si el
comentario o la broma hacía reír también al implicado, estaba bien; pero si,
por el contrario, la otra persona se sentía mal, se había traspasado una
frontera y era preciso detenerse e, incluso, pedir disculpas.
No obstante, en los espacios digitales pareciera que
muchos han olvidado que ahí seguimos siendo personas; que puede que el chiste
del momento genere likes e interacciones, pero también puede que esté haciendo
pasar un muy mal momento a quien sabe que todos hablan y opinan sobre su
apariencia, intelecto o modo de actuar.
Tal vez me dirán que quien no quiera que se hable de
su vida, que no la publique, y puede ser cierto; pero a veces la situación de
vulnerabilidad la provoca alguien más, que filtra lo que no debía; o el
protagonista del suceso no calculó el alcance que tendría lo dicho o hecho.
Tal vez me dirán, además, que internet es un mundo tan
ancho que abstenerse de la burla general no significará mucho, y, sin embargo,
disiento. El buen actuar no debiera depender nunca de la actitud ajena, y cada
publicación menos sí marca la diferencia en una avalancha de bullying
generalizado.
La empatía está en falta; también hemos abandonado la
crítica seria, y la ironía inteligente (que nunca dejará de ser un instrumento
efectivo si se le utiliza bien) para ejercer sobre las obras ajenas una especie
de «chucho» despiadado, que creo debe hacer mella hasta en el creador más
seguro de sí.
Es fácil ser acríticos y sumarnos a esa espiral de
risas y ataques, pero pensar en el ser humano detrás del relato antes de
compartir, antes de postear, antes de juzgar sin solidez, nos puede ayudar a
ser menos lobos del hombre y de la mujer.
La broma no debe ser hiriente; ni la opinión, ácida.
Mientras, me centro en todo lo lúcido y amoroso que
también anda en esas redes, y me protege cuando me siento así, sin más,
«sinnúa».
Por YEILÉN
DELGADO CALVO/Granma
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