Einstein, Marx y los momentos exactos de la causalidad, el 14 de marzo de 1879 nació el relevante físico; el filósofo murió cuatro años después, el 14 de marzo de 1883
Es difícil determinar el momento en que, como civilización, dejamos de culpar a los dioses por lo que observábamos y no entendíamos, y nos pusimos a darle explicación racional, que es buscar la relación de causa y efecto.
En Occidente se le suele atribuir a las tribus helénicas el origen de todo, aunque otras tribus de Europa y el Asia Menor también tuvieron el mismo impulso indagador, con suerte similar a la de los habitantes del Hélade. De más está decir que hoy sabemos que en todos los confines geográficos, desde Asia, hasta las civilizaciones prehispánicas de este hemisferio, indagar racionalmente en las relaciones de causa y efecto fue común, por ser común a la condición humana.
Aún en aquellos casos en que la necesidad de la
sobrevivencia nos impuso la necesidad de saber qué provoca lo que observamos,
el origen último de los fenómenos seguía siendo, por siglos, el lugar en el que
refugiar la existencia de lo divino. Ese refugio sigue ahí, de seguro en
nuestra siquis, a pesar de que en la realidad objetiva su lugar físico es cada
vez más remoto, y su necesidad para explicar ese universo objetivo nunca ha
sido más innecesario.
Largo y heróico ha sido el camino que hemos recorrido
para que hoy sea sentido común, consciente o no, que la realidad existe y se
entiende ajena a voluntades supranaturales subjetivas y, en muchos casos,
caprichosas. Hoy no se cree en dioses que detengan el sol para que se ganen
batallas, o lancen rayos y truenos hacia la tierra por ira momentánea, o lleven
en carroza al sol, durante un nictémero. Nuestra suerte, todita, está echada en
esta tierra, sujeta a la idea hegeliana de que la libertad es conciencia de la
necesidad.
Pero que lo racional no nos aborte la capacidad de
asombrarnos. La racionalidad cartesiana fue posible por el asombro del ser
humano, que hurgó para hallar explicaciones entre las columnas catedralicias,
por la luz que le llegaba dentro, filtrada a través de los vitrales. Decía
Albert Einstein que él se imaginaba en un vehículo viajando a la velocidad de
la luz y, a pesar de ello, incapaz de atrapar aquella que salía de un farol
fijado en el lugar de partida.
«La luz no se atrapa», se dijo a sí mismo, y esa
convicción lo llevó a refundar la teoría de la relatividad sobre la base de un
absoluto, la constancia de la velocidad de la luz. Contrario a lo que se dice,
Einstein no dijo que todo era relativo, Einstein dijo que la luz es absoluta.
Las implicaciones
de idea tan sencilla revolucionó la manera en que entendíamos el universo. No
en menor medida, desterró a los dioses de los asuntos de la luz (de los rayos y
los truenos), y de paso, de los asuntos del tiempo y del espacio. Gracias a
Einstein, hoy somos mucho más racionales en eso de entender el universo;
nosotros, habitantes de un planeta entre casi inconcebiblemente muchos
planetas; orbitando a una estrella, entre un número inconcebiblemente grande de
estrellas; de una galaxia, entre un número inconcebiblemente gigantesco de
galaxias.
Lo primero que
asombra de El Capital es su tamaño. Si lo comparamos con otros libros
trascendentes de economía que le precedieron, la monografía de Marx no dobla,
sino triplica o más en número de páginas. Pero de esa impresión inicial se pasa
a aquella, desde el mismo comienzo, en que uno se percata de que el viejo está
construyendo epistemológicamente el edificio científico en que basara su
análisis de la sociedad y de modo determinante, la forma en que los seres humanos
reproducen colectivamente su forma de vivir y de ello, su existencia misma como
civilización. A eso le llamaron economía política, y debió llamársele economía
científica.
Marx partió de una idea sencilla, las formas de la
reproducción material del ser humano colectivo determinan la manera colectiva
en que actúa, y eso implica que los seres humanos se comportan de acuerdo con
la posición que ocupan en esa reproducción material: hay un ser humano
colectivo para cada clase social. Y no viceversa. Tampoco los dioses escogen
pueblos ni tribus ni reyes, ni privilegian a unos sobre otros. De paso,
demostró que no es la subjetividad humana la que determina su lugar en la
sociedad y la manera en que esta se reproduce, sino al revés. El pobre no es
pobre porque quiere. Llegado al punto de ruptura de esas formas de producir, la
solución al dilema humano de la felicidad descansa en la acción colectiva que
revoluciona, y no en el egoísmo individual de hacerse rico. Gracias a Marx, hoy
somos mucho más racionales en eso de entender la sociedad humana, esa que
habita este planeta entre inconcebiblemente muchos planetas, orbitando a una
estrella, entre un número inconcebiblemente grande de estrellas; de una
galaxia, entre un número inconcebiblemente gigantesco de galaxias.
Einstein nació el 14 de marzo de 1879; Marx murió
cuatro años después, el 14 de marzo de 1883. Por Einstein, sabemos el momento
exacto en que el reloj universal echó a andar. Por Marx, sabemos el momento
exacto en que abandonaremos la prehistoria y echará andar el reloj de la
redención humana. No es en modo alguno poca cosa.
Por ERNESTO
ESTÉVEZ RAMS/Granma
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