Hoy, el mundo cristiano y aún más allá de sus fronteras llora la partida de su líder espiritual, el papa Francisco, el primer pontífice latinoamericano, quien no solo renovó la Iglesia con su humildad radical, sino que ensanchó las fronteras del cristianismo, haciendo llegar el mensaje evangelizador a todos los confines del mundo. Su fallecimiento nos deja un vacío, pero también un camino iluminado por la misericordia, la inclusión y la audacia de creer en un Dios cercano.
Como senador y cristiano, tuve el privilegio de
encontrarme con él durante una visita al Vaticano. Recuerdo vívidamente su
sonrisa cálida, su mirada serena y la sencillez con la que, entre risas,
accedió a tomar una selfi que hoy atesoro, todavía tengo la sensación de su
rostro de hombre santo. Esa imagen, que hice pública en redes sociales,
simboliza su esencia, un líder que derribó muros de protocolo para mostrarse
accesible, un pastor que prefería el diálogo a los discursos. “Ustedes son mis
amigos”, nos dijo, y en ese momento entendí por qué millones lo sentían
cercano.
Francisco no fue un pontífice convencional. Desde su
elección en 2013, sorprendió al rechazar los lujos del Vaticano, optando por
residir en la Casa Santa Marta en lugar del palacio apostólico. Vistió zapatos
sencillos, llevó un crucifijo de hierro y convirtió la humildad en un acto
político y espiritual. Su frase “¡Cómo desearía una Iglesia pobre y para los
pobres!”, definió su pontificado de un papa distinto, poseedor del nuevo
mensaje, revolucionario, que priorizaba la justicia social, la inclusión y la preservación
del medioambiente.
Pero su revolución no fue solo simbólica. En Semana
Santa, mientras líderes mundiales se encerraban en burbujas de poder, él lavaba
los pies a refugiados, presos y mujeres musulmanas, recordando que el servicio
es la mayor jerarquía. En su última misa, celebrada días antes de su partida,
sus palabras serán recordadas como testamento: “No teman abrir las puertas a
Cristo, pero, sobre todo, no teman abrir las puertas a los que él ama: los
olvidados”. Mientras sus días estaban
próximos a la muerte.
Francisco entendió que el Evangelio necesitaba navegar
en las aguas digitales, entonces, soltó las amarras de la barca católica y
empezó a hacer nuevos discípulos. Fue el primer papa en tuitear, en publicar en
Instagram bajo el usuario @franciscus, y en utilizar inteligencia artificial
para traducir sus mensajes a lenguas indígenas. En plena pandemia, sus
audiencias virtuales reunieron a millones, demostrando que la fe no conoce
barreras tecnológicas. “La red puede ser un lugar de encuentro, no de odio”,
insistió, convirtiendo hashtags #RezemosJuntos en herramientas de comunión
global.
Mientras el mundo llora, las redes se inundan de fotos
de sus abrazos a niños, sus visitas a favelas y sus gestos de reconciliación.
Latinoamérica, su tierra, lo reclama como propio: el hijo de emigrantes
italianos nacido en Buenos Aires que llevó el acento del Sur al corazón de la
Cristiandad. Adiós, su santidad entre
lágrimas y esperanza, el mundo te despide.
Hoy, mientras los cielos lo reciben —como escribió el
poeta—, “el último invitado de Cristo a su reino”, su legado perdura. Nos deja
una Iglesia más audaz, más tierna, que camina entre drones y algoritmos en
busca de las ovejas a salvar en todo el universo.
Descansa en paz, Santo Padre.
Por CARLOS
GÓMEZ
El autor es Senador de la República por la Provincia
Espaillat.
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