Carlos Alcaraz gana el Máster 1000 de Roma

ROMA, Italia (19 Mayo 2025).- Todo pasa ahora en Italia.

Isaac del Toro se revela en el Giro: se coloca la maglia rosa en la Plaza del Campo de Siena. Y Max Verstappen mantiene el tipo al volante de su Red Bull en Imola. Y el tenis italiano se lo pasa bomba en Roma.

En estos días, los romanos aplauden la última proeza de Jasmine Paolini, campeona del cuadro femenino (es la primera italiana que alcanza ese título en cuarenta años) mientras asisten, encantados, a la rentrée de Jannik Sinner (23), el tenista que ha dejado atrás una suspensión de tres meses por dopaje, el pelirrojo que ha visitado a León XIV, nuevo Papa, en El Vaticano e, imperial y musculado como un gladiador, ha ido aturdiendo a sus adversarios, incluido aquel Casper Ruud que, en cuartos de final, apenas le rasca un juego en el Foro Itálico (el jueves, Sinner le despachaba con un humillante 6-0 y 6-1).

Desde su atalaya, Carlos Alcaraz (22) contempla todos esos acontecimientos, los festejos italianos. Los contempla pero nos los celebra ni los asume, no se resigna ni se conforma. Alcaraz es un tenista decidido a reivindicarse, en especial ahora que el circuito ATP se ha sumergido en la fase de tierra.

Por tradición, el tenis español se agiganta sobre la arcilla. Es así desde los años setenta, y desde los ochenta, los noventa y los tiempos de Rafael Nadal. El manacorí ya no sigue en escena (le veremos reaparecer en una semana, en el fabuloso homenaje que Roland Garros le ha preparado en París), pero el legado que deja es un regalo y también una losa para sus sucesores.

El primero de sus sucesores es Alcaraz, y con eso tiene que vivir. La parroquia, exquisita y exigente, contempla el documental que acaba de lanzar Netflix. Se titula Carlos Alcaraz: a mi manera, y en sus tres episodios, el talento y su entorno se abren en canal.

Por momentos, vemos a su entrenador, Juan Carlos Ferrero, cuestionando en público aquello que no le gusta de su pupilo, y ante nuestra mirada se perfila la silueta de un jugador un punto hedonista, un joven que juega al tenis como vive, y no es un robot ni un estajanovista ni es infalible, y la opinión publica le pone una cruz.

Como todos los talentos del deporte, Carlos Alcaraz se crece cuando se le cuestiona. Lo hace también aquí, en Roma y ante el icono local, este número 1 del ATP que lleva un año en lo alto.

Emocionados, los romanos contemplan un encuentro partido por la mitad. 

1h10m dura el primer set, es mucho tiempo para una sola manga, y en ese tramo no cede ninguno, ambos contendientes defienden el servicio, exprimen sus armas. Apenas hay puntos de rotura, Sinner pretende marcar el ritmo que le gusta, martillo pilón, pocas variables, ritmo ritmo ritmo, y Alcaraz busca justo lo contrario. Ahora una pausa, ahora un acelerón, ahora un rally largo, y una bola que bota sobre la línea y se eleva, y un saque al cuerpo, y la dejada.

Nadie regala nada y el duelo se prolonga hasta el tie break, y allí se crece Alcaraz: le ve las costuras al italiano –“no es fácil mantener el ritmo cuando llevas tres meses sin competir”, dirá el murciano más tarde, hablando de Sinner, cuando ya tiene el título en su poder–, se apropia de la manga en un punto en la red y se propulsa.

¿Reacciona Sinner?

Más bien, no.

Se aturde y se tambalea, y al final se difumina. No hay relato en el segundo set, un apagón de Sinner y un monólogo del murciano, que hoy amanecerá como número 2 del mundo (cierra el choque con 19 winners, por los escasos siete de Sinner), y ya acumula siete títulos Masters 1.000 (de las ocho finales que ha jugado).

–Es que las finales no están para jugarlas, están para ganarlas –se despide, enfilándose hacia Roland Garros, próxima parada, ya a partir del sábado.


Por SERGIO HEREDIA/Redactor deportes de La Vanguardia 








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