No por más casos, las nuevas guías permiten identificar señales de autismo desde los 18 meses

Los criterios cambiaron, las familias hablan más y la ciencia lo detecta mejor. El aumento en los diagnósticos no es una epidemia, sino una corrección.

El autismo no ha aumentado porque haya más niños con esa condición. Lo que cambió fue la forma de diagnosticarlo. Hasta los años 90, muchos comportamientos ligados al espectro autista se confundían con otras dificultades del desarrollo. No existía una guía amplia, ni suficiente formación para identificar síntomas que hoy se consideran básicos. El margen de error era alto. Y el silencio, aún mayor.

Los criterios actuales son más precisos. Incluyen diferencias en el lenguaje, el juego, la comunicación no verbal y la sensibilidad sensorial. También se reconoce que el autismo puede coexistir con otras condiciones, como ansiedad o déficit de atención. Eso amplió el panorama clínico y, en muchos casos, permitió ponerle nombre a lo que antes se consideraba “una conducta rara” o “una etapa”.

Ya no se espera a que el niño “hable tarde” o “madure solo” para actuar. Desde los 18 meses es posible obtener un diagnóstico. Hoy se habla de un caso detectado por cada 31 pacientes, cuando antes (década de los 90) la cifra era de uno por cada 1,000. La detección encapsula la respuesta, sin caer en afirmaciones que se refieren a una explosión de casos.

Ahora existen

Padres preocupados y con conocimientos previos de alerta, solicitando evaluaciones.

Docentes entrenados con habilidades en detección de señales.

Profesionales que saben leer esos indicadores, sin incurrir en diagnósticos errados.

También se ha producido un cambio clave en la percepción social: las niñas, históricamente invisibilizadas en las estadísticas del autismo, hoy están siendo evaluadas con herramientas ajustadas a sus patrones, debido a que muchas veces son más sutiles o camuflados.

La evolución diagnóstica también ha permitido incluir perfiles que antes quedaban por fuera.

El espectro se amplió para reconocer manifestaciones leves, conductas repetitivas que no interrumpen la vida diaria o modos de socializar que no encajan en patrones convencionales, pero que no implican una discapacidad evidente.

Un enfoque más integral y temprano

Por ejemplo: hoy se observa en el niño cómo juega, qué intereses sostiene de forma intensa, cómo responde a ciertos sonidos o texturas y si hay diferencias notorias en la forma de interpretar lo que dicen los demás.

Son modificaciones que amplían la evaluación, complementarias a criterios aún válidos como los de analizar si el niño puede sostener contacto visual o responder a su nombre.

Se escucha a padres, maestros, terapeutas, y se analizan los comportamientos en distintos espacios. Es un enfoque más integral, que no se apura en encasillar, pero tampoco posterga una intervención necesaria.

 

 

Lo que hace 30 años era etiquetado como “un niño distraído”, “difícil” o “con problemas de conducta”, ahora es apenas una señal porque existen más interpretaciones posibles hasta llegar a los apoyos más precisos.

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