La continua y silenciosa pérdida de jóvenes y adolescentes: Un agujero negro en nuestras iglesias

 

Las estadísticas sobre abandono eclesial nos obligan a revisar nuestras estrategias de acompañamiento a niños y adolescentes en su crecimiento espiritual. Un artículo de Débora Rodrigo.

Mientras que la mayoría de las iglesias se esfuerza activamente por integrar acciones y programas que atraigan a nuevos creyentes a sus comunidades, hay una realidad que nos persigue desde hace años y que, por alguna razón, no conseguimos detener. Las cifras siguen alarmándonos con la alta deserción de adolescentes y jóvenes que abandonan la iglesia después de haber asistido asiduamente junto a sus familias durante toda su infancia.

Algunos estudios nos informan de que en los últimos años, aproximadamente entre el 25 y el 66% de los adolescentes y jóvenes deja de asistir a la iglesia, y entre el 11 y el 25% ni siquiera continúa identificándose como cristiano. Datos que deberían resultarnos alarmantes, especialmente dado nuestro interés en el crecimiento de la comunidad evangélica.

Esta pérdida constante absorbe silenciosamente una buena parte de los esfuerzos del trabajo ministerial, que se esmera por crear programas atractivos para los menores. No podemos tratarlo como un problema secundario o como algo natural que lleva ocurriendo durante generaciones, sino con la urgencia que exige el compromiso con aquellos que forman parte de nuestra comunidad.

 

El pobre desarrollo espiritual como factor clave

Cuando nos centramos en las causas que reportan estos estudios, vemos factores muy diferenciados, desde la crisis de creencias o dudas existenciales de los adolescentes hasta las expectativas que chocan con sus propias experiencias, o incluso ciertas vivencias negativas en las iglesias que ponen de manifiesto una hipocresía difícilmente explicable. Sin embargo, si analizamos el problema desde su raíz, la verdadera causa de estas cifras la encontramos en el escaso grado de desarrollo espiritual que hemos conseguido que nuestros adolescentes alcancen.

El desarrollo espiritual es el proceso a través del cual una persona profundiza en su comprensión, relación y experiencia con aspectos trascendentes o espirituales de la vida. Este desarrollo se centra en el crecimiento de valores, creencias y prácticas que conectan a la persona con un sentido de propósito, la pertenencia a una comunidad y su conexión con Dios.

Si analizamos la trayectoria del desarrollo espiritual típico a lo largo de los primeros años de vida, comprobamos cómo este tiene un importante y constante incremento a lo largo de la infancia, pero al llegar a la preadolescencia alcanza su punto máximo, y después de la pubertad cae en picado (algunas veces solo se queda estable, seguramente dependiendo del grado de desarrollo alcanzado) para después mantenerse abajo durante algunos años antes de ya avanzada la juventud.

La investigadora Lisa Miller, que se ha dedicado durante años a la investigación y al trabajo con niños y adolescentes evangélicos de EE.UU., asegura que el desarrollo espiritual en la infancia es imprescindible para el compromiso con la fe personal en la adolescencia, puesto que prepara a los adolescentes para la construcción de su identidad y para responder a las preguntas propias de la adolescencia. La preadolescencia es un momento crucial para el despertar espiritual, pero si entendemos cómo se produce este desarrollo, entenderemos la inminente necesidad de aprovechar al máximo esos años previos para desarrollar ese componente espiritual en nuestros niños, dado que se trata de un momento especialmente propicio.

 

Soluciones superficiales que no bastan

Aunque lo más fácil es apartar la mirada ante una realidad que nos supera y frente a la que no sabemos cómo intervenir, muchas iglesias, o tal vez solo sean padres y algún que otro involucrado en el ministerio de niños y adolescentes, alarmados por esta terrible realidad, tratan de tomar las riendas, queriendo mantener a sus niños vinculados a las prácticas de la iglesia.

Los esfuerzos suelen dedicarse a conectar a los niños y, sobre todo, adolescentes con otros chicos y chicas de su edad, integrarlos en un grupo de iguales con los que se lleven bien, y hacerles partícipes de todo tipo de actividades con los hijos de otras familias cristianas. ¡Y esto es una buena idea! Ya sabemos la importancia de las relaciones entre iguales en la adolescencia, y además actúa como motivador. Pero muchas veces es solo eso, un motivador, un enganche para que sigan presentes, asistiendo, aunque totalmente condicionados a que otros también lo hagan. Tal vez esta estrategia nos ayuda a ganar tiempo hasta que se produzca ese clic: el esperado despertar espiritual; sin embargo, muchas veces esta técnica no funciona o es insuficiente.

Sabemos de sobra que lo ideal sería, en lugar de trabajar en un nivel superficial, manteniéndoles de alguna forma motivados a que continúen asistiendo a la iglesia, que lo hiciéramos desde un nivel mucho más profundo desarrollando esta área espiritual, conectándoles a ese sentido interno de la transcendencia, a Dios y a la iglesia. En ese caso, seguramente nuestros resultados serían mucho mejores.

 

¿Qué hacemos entonces?

Por supuesto, hay varios factores que contribuyen al desarrollo espiritual de un niño. Aunque existe bastante poca investigación al respecto todavía, me gustaría resaltar un factor al que diversos estudios parecen dar una importancia sobresaliente, al que incluso algunos se han atrevido a catalogar como más importante que la propia familia.

Diversos estudios destacan que las relaciones intergeneracionales dentro de la iglesia son determinantes para la continuidad de la fe. Christian Smith y Patricia Snell (2009) mostraron que los niños que interactúan regularmente con adultos en la iglesia tienen un desarrollo espiritual más fuerte y se mantienen involucrados durante más tiempo. Investigaciones de Fuller Youth Institute (2016) encontraron que un 40% de los adolescentes con vínculos significativos con adultos continuaron involucrados en sus comunidades de fe tras la secundaria, y que contar con al menos cinco adultos cristianos de confianza aumenta considerablemente la permanencia en la comunidad. Estudios en iglesias con programas de discipulado intergeneracional evidencian que estos fortalecen el sentido de pertenencia, incrementan el crecimiento espiritual y fomentan una valoración más profunda de la fe. Datos más recientes del Grupo Barna (2023) indican que las iglesias que promueven estas conexiones intergeneracionales tienen tasas de retención de jóvenes y adolescentes hasta un 30% superiores a otras que no lo hacen.

Y aquí es donde nuestras iglesias entran en escena. Muchas iglesias y tradiciones tienden a separar a sus integrantes por grupos de afinidad, queriendo de esta manera conseguir atender mejor sus diferencias individuales. De este modo, las relaciones intergeneracionales en la congregación se hacen mucho más difíciles, rozando en algunos casos la imposibilidad.

A nuestros niños les enseñamos que han de juntarse con otros niños, y a los adolescentes les repetimos la misma retahíla. Apenas les quedan sus padres y algunos profesores de escuela dominical como adultos donde buscar figuras que modelen sus vidas e impulsen su desarrollo espiritual. Un error que, desde la ignorancia, solemos pagar caro.

 

Un llamado a toda la iglesia

Pablo habla en Efesios 4:11-16 sobre cómo Dios ha dado a la iglesia diferentes dones para "edificar el cuerpo de Cristo" hasta alcanzar la madurez en la fe. Aunque se refiere a todos los creyentes, este mandato implica una colaboración para la enseñanza y el cuidado espiritual de cada miembro, incluyendo a los niños y adolescentes. La iglesia, como cuerpo, es llamada a cultivar la fe de los más jóvenes en un entorno de apoyo mutuo y enseñanza compartida.

El crecimiento espiritual de los niños y adolescentes en nuestras iglesias no es responsabilidad única de padres y maestros de escuela dominical. Todos y cada uno de los integrantes de la comunidad estamos llamados a cuidar y velar por el desarrollo espiritual de las generaciones que nos siguen. Independientemente de quién seas y cuál sea tu ministerio en la iglesia, los niños y los adolescentes te necesitan para su crecimiento y compromiso. Si un adolescente en tu iglesia está dejando de sentirse parte de ella y decide abandonar, tú, como miembro de la comunidad, también habrás fallado.

Esto no significa, ni mucho menos, que debemos abolir las actividades por grupos de edad que hemos venido realizando a lo largo de los años. Estas actividades proporcionan espacios seguros donde tratar determinados aspectos y ajustarnos a las necesidades de cada grupo. Sin embargo, no deben constituir la única respuesta que ofrecemos a niños y adolescentes. En nuestra oferta, deben sobresalir espacios en los que diferentes generaciones convivan, interactúen y puedan establecer vínculos profundos y duraderos entre sí, que fortalezcan las relaciones, el sentimiento de pertenencia y, sobre todo ello, el desarrollo espiritual de todos los miembros de la comunidad.

La buena noticia es que las cifras de abandono no necesariamente tienen que seguir aumentando. Nuestras iglesias pueden aún desarrollar espacios de convivencia y actividades intergeneracionales que ayuden a reducirlas. Cada uno de nosotros puede actuar al respecto y acercarse a un adolescente de nuestra comunidad, interesarse genuinamente por su vida, ser una voz de ánimo y un ejemplo de fe. Si asumimos esta responsabilidad de manera colectiva, veremos cómo las nuevas generaciones no solo permanecen, sino que crecen con raíces profundas y una fe firme.

Ese es el futuro que podemos empezar a construir hoy.

 

Por DÉBORA RODRIGO

La autora es miembro de Ekklesia (Madrid) y desde hace años se dedica a la docencia universitaria y la investigación en el área de desarrollo y diferencias individuales en la infancia y la adolescencia.

 


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