La Iglesia reconoce y defiende con claridad el valor insustituible de la mujer. Desde sus orígenes, el cristianismo rompió estructuras que la marginaban y proclamó su dignidad plena ante Dios y el pueblo creyente.
Por eso siempre vemos en María, la Madre de Jesús, el
modelo más alto de vocación femenina.
La mujer no necesita ser sacerdotisa para ocupar un
sitial preponderante; su vocación, sus dones y su sola presencia sostienen y
fortalecen la Iglesia.
Quien ignore su papel desconoce esta verdad
fundamental: que sin la mujer, la Iglesia pierde su corazón, su fuerza y su
capacidad de irradiar esperanza y santidad al mundo.
Hasta mañana, si Dios, usted y yo lo queremos.
Por RAMÓN
BENITO DE LA ROSA Y CARPIO
Arzobispo emérito de la arquidiócesis de Santiago
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