En la actualidad son usuales los momentos en que las
infecciones respiratorias o diarreicas agudas como el cólera adquieren patrones
epidémicos. Al presentarse, unas de las principales advertencias dadas por las autoridades
sanitarias se relacionan con el oportuno lavado de manos.
Esta medida preventivo-educativa adquiere mayor
trascendencia si tenemos en cuenta que en el mundo se estiman en más de 3,5
millones los niños muertos anualmente por diarrea y neumonía. Según la
Organización Mundial de la Salud (OMS), una pauta tan sencilla y barata como
enjabonarse las manos reduciría el riesgo de contraer estas afecciones en casi
el 50 y el 25 por ciento, respectivamente.
Desdichadamente, algunos reportes muestran con
preocupación cómo la adecuada higiene de las manos solo se efectúa en menos de
una cuarta parte de las veces que debería llevarse a cabo, incluso, dentro de
los hospitales.
Lo que debía ser una norma profiláctica rutinaria,
muchas veces se obvia por descuido y hasta parece que se haya relegado al
olvido la lección dada por Ignaz Philipp Semmelweis, un médico de la primera
mitad del siglo XIX, a quien se le reconoce como «el padre del control de las
infecciones».
Un
médico avezado para su tiempo
Semmelweis nació en julio de 1818 en la ciudad de
Buda, al este del río Danubio, capital de Hungría. Hijo de comerciantes, fue el
quinto de siete hermanos. En aquel entonces Hungría formaba parte del imperio
austriaco y Viena era su capital.
A los 26 años de edad se graduó como médico en el
Hospital General de Viena; dos años más tarde alcanzó el doctorado en
Obstetricia y fue nombrado asistente del Dr. Johann Klein, en la primera
clínica ginecológica de ese centro hospitalario.
Entre las múltiples inquietudes que tenía el joven
galeno había una que lo desvelaba: en una de las dos clínicas obstétricas, la
de él y del profesor Klein, las muertes relacionadas con una enfermedad
conocida como fiebre puerperal alcanzaba cifras espantosas. En la otra no
ocurría lo mismo.
La citada afección aparecía generalmente en los
primeros días después del parto y poco se podía hacer cuando se exteriorizaban
sus primeros síntomas: rápidamente llegaba la muerte entre fiebres, fuertes
dolores abdominales y malos olores.
Después de una concienzuda observación, Semmelweis
dedujo que la única diferencia entre ambos lugares era que en uno se entrenaban
con mayor frecuencia los estudiantes de Medicina, —este era el de mayor
mortalidad— y en el otro, las comadronas.
Mientras reconocía la naturaleza del problema, otro
hecho lo conectó con los orígenes de la fiebre puerperal: durante la autopsia
de una mujer que había padecido la enfermedad, su amigo y colega, el profesor
de Medicina Legal Jakob Kolletschka, fallecía por una pequeña e «inofensiva»
herida en un dedo de la mano, provocada accidentalmente por uno de sus
discípulos.
Entonces planteó la hipótesis de que los médicos y
los estudiantes estaban transportando «partículas cadavéricas» en las manos
—aún no se conocían las bacterias—, desde los salones de disección de cadáveres
hacia las mujeres que ellos asistían durante el parto. Las matronas, por su
parte, no tenían en su formación ningún contacto con los cadáveres. El galeno
pudo alegar que aquí radicaba la posible génesis de la dolencia.
Comprobó, además, cómo el mal podía sobrevenir al
examinar a varias mujeres sin asearse las manos. Entonces comenzó a exigir que
cualquiera que asistía a una necropsia, antes de entrar en las salas de
maternidad y después de examinar a cada una de sus pacientes, se lavara las
manos minuciosamente con una solución antiséptica.
Durante un tiempo Semmelweis recogió el
comportamiento de las muertes y descubrió que con esta simple medida disminuía
de manera eficaz la mortalidad materna causada por la fiebre puerperal. Su
descubrimiento y la salud de sus pacientes lo defendían con gran determinación.
Momentos
de injusticias
Sin embargo, sus observaciones no contaron con la
anuencia de la mayoría de sus colegas y hasta fue amenazado por algunos de
ellos resistidos a reconocer que eran los responsables de tantas defunciones.
Su propio jefe, el doctor Klein, se le enfrentó abiertamente y suprimió la
medida sanitaria instituida por el médico húngaro.
Poco tiempo pasó para que las muertes aumentaran
nuevamente, mientras el consagrado Semmelweis era expulsado injustamente con la
aprobación de una corte médica instigada por el infundado criterio del doctor
Klein.
Exasperado por los sufrimientos y las animosidades
abandonó Viena para establecerse en Pest, Hungría. Se encontraba en la miseria
cuando fue aceptado en la Cátedra de Obstetricia teórica y práctica de la
Universidad de esa ciudad.
Nuevamente logró implantar el método higiénico del
lavado de manos y prácticamente eliminó, en poco tiempo, la fiebre puerperal y
su estela de muertes asociadas.
Pero al agraviado orgullo del médico se añadían el
estrés y la perenne incomprensión por parte de muchos de sus pares. A partir de
1860 sus ánimos se resentían y por eso sufrió importantes trances depresivos,
accesos de ira y cambios conductuales.
Con una actuación pública irritante y vergonzosa
para sus colegas y su familia, muchos pensaban que padecía algún tipo de
locura. En 1865 fue internado a la fuerza en un manicomio.
Cuentan que a causa de varios golpes sufridos
durante su enclaustramiento, tuvo una herida en una de sus manos, la que se
infectó y evolucionó a la temible gangrena.
El 13 de agosto de 1865, a los 47 años de edad,
fallecía con similares síntomas a aquellos que tiempo atrás él mismo había
reconocido como parte del cuadro clínico de la fiebre puerperal.
Un profesor y amigo de su tiempo, de los pocos que
le apoyaron en sus avanzadas ideas, destacó al referirse a la injusticia
cometida contra Semmelweis: «Cuando se haga la historia de los errores humanos,
difícilmente se encontrarán ejemplos de esta clase, y provocará asombro que
hombres tan competentes, tan especializados, pudiesen, en su propia ciencia,
ser tan ciegos». Tal ceguera está arraigada aún en quienes son incapaces de
avizorar oportunamente cómo el simple y consciente lavado de manos con agua y
jabón, previene enfermedades y salva vidas.
Fuente
JUVENTUD REBELDE
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