LA HABANA.- No más de hora y media duró el desfile
que los cubanos protagonizaron este Primero de Mayo en La Habana para celebrar
el Día de los Trabajadores y a la vez homenajear a ese gran dirigente sindical
que fuera Lázaro Peña y al gran amigo de la Isla que fuera el excepcional Hugo
Rafael Chávez Frías.
Como siempre, la tarima destinada a los reporteros
acreditados estaba repleta, especialmente al filo de las siete y media de la
mañana, momento en que arrancó la marcha del pueblo. Otros años me había
ubicado un poco más arriba en la base del monumento a José Martí, y así era
testigo del desfile un tanto a distancia, con una vista de los acontecimientos
más general. Pero en esta ocasión me descubrí en la tarima como si estuviera
sentada al borde, casi a punto de caer a una corriente vertiginosa.
Atrapaba imágenes cercanas, planos muy cerrados de
los protagonistas. Podía sentir incluso la poderosa energía que emanaba del
entusiasmo y el paso compacto de la gente. Era una oleada de calor palpable, la
misma a la que han temido a lo largo de la historia los siniestros círculos de
poder (los de dominar, dividir y adormecer, los del egoísmo y el despojo), para
quienes la fraternidad y la unidad de los pueblos siempre han sido una amenaza.
La cercanía daba la posibilidad de distinguir
detalles como una imagen de Fidel pegada sobre un rústico pedazo de cartón
sobre el cual alguien dibujó corazones y escribió «Te amo, Comandante». O las
expresiones a puro grito de algunos, incluida la de unos muchachos pelados a la
usanza de hoy (con unos pelos apuntando recto al cielo), quienes dijeron
displicentemente a reporteros de otras latitudes: «Oigan, póngannos en
Facebook, para que se sepa…».
O el paso de un señor alto que iba celebrando, trago
en mano, mientras repetía mirando a la tarima: «Contentura… Contentura…». O el
torbellino de una conga, esa en la cual sus artífices parecían como asfixiados
de tanto gozo. O el paso solitario de un viajero del mundo que se sumó a la
impronta cubana, y que avanzaba con su guayabera blanca de hilo, sudada, y un
sombrerito discreto.
Lo interesante esta vez eran los mensajes que
emergían de la masa humana con una recurrencia evidente, y que estaban en
consonancia con el lema principal del desfile: «Unidos por un socialismo
próspero y sostenible». Uno tras otro aludían a disciplina y control desde el
puesto de trabajo; a ser más productores y eficientes; a defender la calidad; a
ser trabajadores activos, comprometidos con la Revolución; a opinar; a
participar de manera decisiva; a no descuidar la defensa; y a trabajar, porque,
como decía un cartel, «solo el trabajo da riquezas».
La celebración —a la que tal vez algunos, de otras
latitudes, miraron como algo raro en este mundo— llevaba bajo su superficie la
certeza de que solo puede repartirse con justicia el bienestar, si antes fuimos
capaces de crearlo. Ahí está —pensaba esta reportera apostada a la vera de la
multitud que avanzaba y que se hizo más hermosa y compacta cuando le tocó
desfilar a la juventud— el gran desafío de la sociedad anhelada, esa que se
hace y hará paso a paso, con mucho esfuerzo, con amor, saltando de preguntas a
respuestas, y de verdades consabidas a nuevos porqués, acudiendo incluso al
osado y liberador ejercicio de la imaginación.
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