Así le decían sus allegados. Para quienes no
tuvieron la oportunidad de conocerla personalmente, el nombre de Haydée
Santamaría se asocia a un epíteto: heroína del Moncada. Rara vez exploramos en
lo profundo del alma de los héroes y lo que los conduce a arrostrar todos los
riesgos y todos los sacrificios. Es el misterio que intenté en vano develar
cuando la observaba en los trajines de la Casa de las Américas, seria a veces o
mostrando en ocasiones, para distraer a los jurados en los recesos de las
lecturas del Concurso Casa, una febril y desbordante alegría.
Pocos seres humanos han tenido que luchar tanto como
ella para preservar el deseo de vivir, de fundar familia, de proseguir en el
empeño de construir un mundo mejor para Cuba y para la América Latina toda. Con
perversidad macabra, los esbirros del Moncada intentaron pulverizar su alma al
mostrarle las pruebas tangibles de las espantosas torturas infligidas a Boris
Luis, su novio, y a Abel, el más querido entre todos los hermanos. En el dolor
fraguaron pasión y lealtad inquebrantable a los ideales revolucionarios.
Entre las numerosas expresiones del conocimiento, el
saber verdadero dimana de la capacidad de entender a los seres humanos. Ese
aprendizaje se conquista en el estudio de los libros y, en cierto modo, a
través de los sistemas de enseñanza. Para cristalizar del todo y alcanzar lo
más alto de la cima, tiene que pasar por las fibras esenciales del corazón. En
su natal Encrucijada, Haydée recibió una instrucción formal incompleta.
Conoció la prisión, los riesgos de la Sierra y el
llano, el exilio por decisión del Movimiento 26 de Julio. Al triunfar la
Revolución, le encargaron fundar la Casa de las Américas. Le tocaba medir sus
fuerzas en una experiencia absolutamente inédita para ella. Hasta entonces, su
mundo no había sido el de los escritores y artistas.
Una noche, en el balcón de la casa del pintor
Mariano, conversábamos en voz queda con Julio Cortázar. La ciudad estaba a
nuestros pies. Nuestras miradas se detuvieron en una vivienda que le ofreció
refugio en los días de la clandestinidad. Era uno de los más célebres puntos de
reunión de la bohemia intelectual de la década del 50. Risueña, evocaba el
tiempo ido, cuando dominada todavía por cierta pacatería provinciana, hecha al
austero rigor de los combatientes, se sintió desconcertada ante tan drástica
ruptura respecto a las costumbres establecidas.
Casi sin transición, en medio del febril quehacer de
la etapa fundacional, Haydée Santamaría empezó a construir la Casa. Convocó a
antiguos colaboradores e inició la paciente tarea de relacionarse con los
escritores y artistas cubanos para extender luego los vínculos hacia la América
Latina. Solicitó y supo escuchar consejos y recibir proyectos latentes, en
tantos sueños posibles, acumulados a través del tiempo. Se organizaron
conferencias, pero, con rapidez insólita comenzaron a llenarse vacíos que obstaculizaban
el urgente diálogo intercontinental.
El concurso literario de la Casa de las
Américas resultó una iniciativa fecunda que tendría luego seguidores de
distinto signo. La Revista tendió puentes para subvertir la balcanización que
aislaba a nuestros países. Con similares procedimientos, se fueron abriendo
espacios para las artes visuales, la música y el teatro. La Casa de las
Américas se convirtió en el epicentro de la renovación de la cultura
latinoamericana en los 60 del pasado siglo.
No se trata aquí de intentar el recuento de la obra
de una institución que, en este aspecto, como en tantos otros, sobrepasó en
mucho el tamaño de la Isla. Intervinieron en ello numerosas manos de cubanos y
de intelectuales de otros países. La proyección de un proceso revolucionario
nacido de la entraña dolorosa de nuestro pueblo constituyó imán y fuerza
impulsora.
A pesar de tantas circunstancias favorables, la
clave de la vitalidad de una institución se encuentra en el espíritu que la
anima y une voluntades en un propósito común. Los organigramas perfectos, los
mecanismos abstractos y atemporales requieren un combustible para estimular la
creatividad latente en la subjetividad humana y para promover la dialéctica
entre la pequeña tarea de cada cual y la ambición grande del proyecto
integrador.
De manera natural y auténtica, fiel a sus rasgos
esenciales, Haydée Santamaría fue el alma de la Casa de las Américas. Sin hacer
gala de sus méritos históricos, evocando alguna vez recuerdos puntuales en tono
íntimo, gozaba de una autoridad inmanente.
Podía improvisar una tortilla de
papas cocinada a la española, visitar el taller de un artista, echarse en el
piso para jugar con algún niño, defender con pasión e intransigencia sus ideas,
conversar con reconocidísimas personalidades del continente y con el viejo
Eusebio, que vivió y murió en la Casa, símbolo de la fidelidad de los
trabajadores o rompiendo el protocolo en Alcalá de Henares ante sus Majestades
españolas al aparecer por sorpresa y sin invitación previa a la entrega del Premio
Miguel de Cervantes a Alejo Carpentier. No utilizó máscaras. Rechazó los
formalismos y, en las buenas y en las malas, supo tender la mano franca y
solidaria.
Lectora voraz, fue siempre martiana. Con la
inteligencia del corazón y su franco mirar directo a los ojos, llegó al fondo
de las cosas y de los seres humanos. Por eso, despojada de prejuicios, supo
dialogar y entender.
Por
GRAZIELA POGOLOTTI
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