Si mañana un cataclismo, o un virus racista,
destruyera todas las universidades de América Latina y España, la cultura
planetaria apenas sufriría un imperceptible arañazo, especialmente en el
terreno de la ciencia y la técnica, pero también en el de las humanidades y los
estudias sociales.
El asunto es muy triste. Las universidades
latinoamericanas e iberoamericanas no están entre las 150 mejores del planeta.
Aunque son varios millares, son muy escasas las que figuran entre las 500
mejores del mundo. Las menos malas son algunas brasileras, chilenas,
colombianas, argentinas, mexicanas y españolas. Las caribeñas y
centroamericanas apenas comparecen en la lista, con la excepción de la
costarricense en alguna facultad privilegiada.
¿Cómo lo sabemos? Porque anualmente se compilan
varios índices de calidad universitaria en distintas latitudes y todos
concuerdan en las conclusiones. Los más conocidos son los que confecciona el
diario The Times de Londres, la Universidad Jiao Tong de Shanghái, la revista
US News and World Report de Estados Unidos y el Consejo Superior de
Investigaciones Científicas de Madrid.
Para medir la excelencia de las instituciones tienen
en cuenta las publicaciones en revistas acreditadas, la presencia en Internet,
las veces que los artículos, libros o autores son citados, el número de
profesores con Premios Nobel o Medallas Fields (matemáticas), el desempeño de
los graduados y las opiniones de expertos. No se trata de ensalzar a algunos
países y denigrar a otros. Intentan establecer cierta jerarquía. Sólo eso.
Es una pena, porque la primera universidad que se
fundó en el Nuevo Mundo fue la de Santo Domingo en 1538, prácticamente un siglo
antes de Harvard. Poco después se crearon las de México y Lima en 1551. La de
La Habana tiene casi 300 años y antecede en 20 a la de Princeton. Esa tradición
ha servido de muy poco. Tal vez, incluso, ha sido una rémora.
Cuando comenzaron nuestras universidades en
Hispanoamérica, todas legitimadas por la Corona española y operadas por
frailes, el método de enseñanza y la filosofía que lo animaba se basaban en la
Escolástica. Todas las verdades ya habían sido descubiertas por las autoridades
religiosas. La labor del docente y del alumno (literalmente, “el nutrido”) era
llegar a ese conocimiento mediante ejercicios memorísticos o juegos retóricos.
La universidad era para repetir, no para innovar.
Recuérdese que uno de los delitos perseguidos por la Inquisición era la
innovación. Todavía a menudo se cita la increíble frase del rector de la
Universidad de Cervera, en Cataluña, al rey Fernando VII: “lejos de nosotros,
majestad, la funesta manía de pensar”.
Naturalmente, se trata de un problema cultural. En
nuestro mundillo iberoamericano no abunda, como en otras latitudes, la voluntad
de cambiar, de innovar, de progresar, de encontrar nuevas y mejores formas de
hacer las cosas. Vivimos en una cultura reiterativa, no transformativa.
Para nosotros una persona culta no es la que es
capaz de modificar nuestro presente, sino la que retiene una asombrosa cantidad
de información sobre el pasado. Vivimos dándole vueltas a lo que ocurrió hace
mucho tiempo, lo que, por cierto, no nos ha salvado de cometer los mismos o
parecidos errores una y otra vez, desmintiendo la inútil advertencia de Jorge
Santayana (“Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”).
Los latinoamericanos lo recordamos y lo repetimos.
No quiero decir, por supuesto, que las universidades
latinoamericanas son inservibles. Eso sería una estupidez. Muchas de ellas son
excelentes graduando personas
competentes. De algunas egresan magníficos médicos, abogados, dentistas,
periodistas, economistas, ingenieros, expertos en cuestiones empresariales, y
así hasta el medio centenar de profesionales valiosos, absolutamente
indispensables para el buen funcionamiento de las sociedades.
Ese no es el problema. La nefasta consecuencia del
fenómeno de las culturas reiterativas es que viven parasitariamente a remolque
de centros creativos radicados fuera de su perímetro. En gran medida, la
extensión de nuestra vida y cómo la vamos a vivir, se dicta en esos sitios
intelectualmente densos y generadores de ideas. De una forma perversa, sin
darnos cuenta, continuamos calificando de “funesta manía” la actividad de
pensar con nuestra propia cabeza. Y así nos va.
Por CARLOS ALBERTO MONTANER
El autor es periodista cubano
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