¿Cómo le explicamos a una mujer que su salario está acorde a su esfuerzo tras trabajar todos los días de la semana, catorce horas seguidas, limpiando casas ajenas? ¿Cómo se lo justificamos a un joven que cada día se despierta a las 4:30 de la mañana para irse a trabajar a la construcción y regresar a casa por la noche? ¿Quién puede asumir que el salario es un fiel reflejo del esfuerzo?
El mito del esfuerzo en América Latina es una gran
mentira, tanto desde un criterio de subjetividad como si lo miramos objetivamente
en cifras.
En el imaginario de la ciudadanía latinoamericana
existe una gran mayoría que no “se come el cuento” de que los altos ingresos
vienen originados por el esfuerzo. Hay un claro sentido común latinoamericano a
este respecto. Por ejemplo, en Argentina, según nuestra encuesta CELAG, cuando
se pregunta cuál es el origen de la riqueza de las familias más adineradas,
sólo el 15,1 % considera que se debe al esfuerzo. El resto cree que es un
asunto de corrupción o de herencia. En Chile, México, Bolivia, Perú y Colombia,
los porcentajes son muy parecidos (13,4 %, 21,7 %, 20,7 %, 19,9 % y 18 %,
respectivamente).
Pero no sólo es una cuestión de subjetividad; lo que
piensa la gente está en sintonía con lo que objetivamente acontece.
Esta falsa relación entre esfuerzo y riqueza queda absolutamente demostrada en el libro El capital del siglo XXI, del economista francés Thomas Piketty.
En ese estudio se concluye que la herencia es uno de
los principales factores para estudiar la reproducción del modelo económico
capitalista. Para él, el control de la riqueza se transmite en grandes
proporciones por vía hereditaria. Es lo que Kathleen Geier denominó
heiristocracy (gobierno de los herederos). Esta suerte de “capitalismo
patrimonial”, de alta concentración, condiciona definitivamente el devenir de
la economía real.
Se espera que las 500 personas más ricas del mundo les
entreguen a sus herederos la suma de 2,4 billones de dólares en las próximas
dos décadas. Y a nivel latinoamericano el fenómeno es idéntico. Más de la mitad
de la riqueza pasa de generación en generación sin verse afectada por nada ni
por nadie. Por ejemplo, en un informe de la OCDE (“¿Un elevador social
descompuesto? Cómo promover la movilidad social”) se destaca que en Colombia se
necesitan al menos 11 generaciones para que un niño pobre deje de serlo. Más de
dos siglos para salir de una condición heredada desfavorable, por mucho que se
esfuercen. En Brasil se necesitan 9; en Chile, 6.
El otro eje es la corrupción, que representa un significativo
porcentaje del PIB en la región latinoamericana. Esta es la otra variable
observada por la población para explicar la procedencia del dinero de los que
verdaderamente tienen dinero. Al hablar de corrupción no sólo nos referimos a
un asunto circunscrito exclusivamente a los políticos. Hay tanta o más
corrupción en el sector privado. O, mejor dicho, en las grandes empresas,
porque el valor de la corrupción a nivel de pequeña y mediana empresa es
marginal.
Corrupción y herencia constituyen, definitivamente, el
combo explicativo de buena parte de la riqueza latinoamericana. El esfuerzo es
mayoritario, pero la riqueza no; está concentrada en muy pocas manos.
A veces, siento que nos pretenden imponer ese
veredicto tan bien ilustrado en la viñeta de El Roto: “Prohibido ver lo
evidente”.
Por ALFREDO
SERRANO MANCILLA
Doctor en Economía Aplicada Universidad Autónoma de
Barcelona y director de CELAG (España)
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