La actividad política consume y se traga el sosiego y la tranquilidad de casi toda la sociedad dominicana. No importa el estamento en el que estén situados de una forma u otra, son alcanzados por sus tentáculos haciéndoles partícipes de sus veleidades y trapisondas, así como de su fortuna y señorío.
Por ello, desde el más paradisíaco de los lugares al
más inhóspito, en calles y avenidas de sectores pobres o encumbrados, en
colmadones, en callejones, en los parques, en los campos, en fin en cada hombre
o mujer, no importa la edad, profesional, obrero o un simple chiripero, siempre
hallaremos un «politólogo nato», que de acuerdo como ande del bolsillo, y si el
que gobierna es de su partido o no, nos dará una rica charla con enjundiosos
planteamientos, para justificar lo injustificable y desaprobar y desmeritar
toda acción correcta, aunque ésta, esté más que a la vista.
Y en ese laberinto de opiniones y conjeturas, como
caja de resonancia andan de boca en boca y ruedan juntas por los suelos honras
y deshonras, alimentadas por mediocridad y el odio, que por la gloria
alcanzada, despiertan los triunfadores
en aquellos que sienten el sabor amargo de no tener alas, para volar
tan alto, como otros han volado surcando los cielos de la historia.
Y en ese no saber qué hacer, recurren a todo tipo de
artimañas, queriendo opacar esa radiante
luz que molesta a sus ojos, buscando los culpables de su desgracia en el
sortilegio de sus adversarios.
Y es que olvidan que no es lo mismo caer en gracia,
que ser gracioso, ni comparar a las
migajas con los manjares.
Por LEONARDO CABRERA DÍAZ
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