HACE DOSCIENTOS AÑOS UN INCENDIO DESTRUYÓ LA BASÍLICA DE SAN PEDRO
CIUDAD DEL VATICANO (15 Julio 2023).- Durante la noche del 15 al 16 de julio de 1823, unas pequeñas brasas dejadas ardiendo por error en el tejado desencadenaron el dramático incendio que provocó el derrumbe de grandes partes del antiguo templo paulino, reconstruido a lo largo de treinta años y consagrado de nuevo por Pío IX en 1854.
El maltrecho tejado y los viejos canalones habían
estado goteando toda la primavera durante las lluvias y, ahora que llegaba el
calor, había que trabajar para evitar que se repitiera el mismo problema en el
otoño. Así que, en el verano de 1823, los monjes de la Basílica de San Pablo
Extramuros llamaron a los obreros para que hicieran reparaciones.
El 15 de julio es martes y al final del trabajo, los
dos obreros, soldadores expertos en fontanería, que estaban en el tejado
vuelven a colocar sus herramientas en su sitio y se van a casa, después de
haber apagado, entre otras cosas, las colillas de las brasas en una paila
utilizadas para trabajar. Pero cometen un error, algo de esas colillas sigue
brillando y el descuido tendrá terribles consecuencias. Así se relata, doscientos
años después, en un documentado artículo de monseñor Giuseppe Pennisi, que da
cuenta de un episodio que causaría conmoción en el mundo, no sólo en el
católico.
La alarma, el vaquero y los clérigos
Adosado a un lateral de la Basílica se encuentra el
monasterio donde viven los monjes, pero en ese momento está vacío. El campo
ostiense cuando hace calor es bastante insalubre y la costumbre de los clérigos
era trasladarse en verano a Trastévere, dentro del Palacio de San Calixto. Pero
alguien está allí: bajo los muros del monasterio, un tal Giuseppe Perna está
apacentando sus vacas, cuando en un momento dado oye un ruido cada vez más
fuerte. Y ciertamente abre mucho los ojos cuando se acerca a comprobarlo y ve
la estructura de la basílica envuelta en llamas.
Tal vez una pequeña ráfaga de viento hizo que la paila
se volcara, enviando brasas a las vigas, dando inicio al desastre. Dos clérigos
que también se habían percatado del incidente se precipitaron al lugar
intentando hacer algo que de inmediato pareció muy superior a sus fuerzas, así
que subieron al campanario y comenzaron a sonar como un martillo para dar la
alarma.
Crónica de un desastre
Los bomberos del cuartel de San Ignacio se mueven con
rapidez en cuanto son alertados, pero la celeridad del momento no está a la
altura de la voracidad de las llamas. Cuando los tres carros tirados por
caballos llegan frente a la Basílica dos horas más tarde, la escena que se les
presenta a los rescatadores es la de un infierno indomable. Sin embargo,
consiguen abrirse paso entre el fuego por el lado del monasterio, una de las
pocas estructuras que se salvará.
El fuego arde durante cinco largas horas y finalmente
el techo de la Basílica ya no existe. En el interior hay vigas humeantes por
todas partes, la puerta de bronce de Constantino se ha licuado, las columnas se
han derrumbado en parte y en parte resisten agrietadas y desmoronadas.
Todo – mosaicos, mobiliario, retratos de los Papas –
está dañado. Milagrosamente, la nave central no se vino abajo y las llamas
salvaron la obra maestra de Arnolfo Di Cambio, el copón medieval. El ábside, el
arco triunfal y el claustro también están ennegrecidos, pero de pie.
El Papa inadvertido
Mientras tanto, una multitud de romanos se apresura y
observa consternada el terrible espectáculo. Uno de los grandes templos del
cristianismo, consagrado en el 324 por Silvestre I, casi ha desaparecido.
Varios artistas llegaron también al lugar para fijar en sus lienzos fragmentos
de la devastación, que hoy, como tantos fotogramas, nos ayudan a comprender sus
dimensiones y su impacto emocional.
La "desgracia fatal", como se lee en un
periódico de la época, el Diario de Roma, o "el terrible Vesubio",
como lo definió Giuseppe Marocchi, es una enorme tragedia de la que pronto se
enteró toda Roma excepto, paradójicamente, el Papa. Pío VII Chiaramonti
agonizaba en su lecho de muerte tras la fractura de fémur que había sufrido
nueve días antes. De joven, había sido uno de los monjes de San Pablo y el
cardenal secretario de Estado Ettore Consalvi quiso evitar infligirle más
dolor, prefiriendo mantenerlo en la oscuridad.
La reconstrucción
Al sucesor, el Papa León XII, le correspondió el
encargo de dar nueva vida a la Basílica paulina. El proyecto es enorme y la
idea – como se había hecho en el pasado para apoyar las obras de San Pedro – es
hacer un llamamiento a la cristiandad. Se trata de un "crowfunding"
ante litteram que León XII dispuso con la encíclica Ad Plurimas, promulgada el
25 de enero de 1825, fiesta de la Conversión de San Pablo. Y el resultado es
extraordinario.
Las contribuciones llegan en masa no sólo de los
católicos, sino que llegan a Roma dones de valor absoluto de ortodoxos,
musulmanes y casas reales. Llegan ventanas y columnas de alabastro del rey y
virrey de Egipto, mientras que el zar Nicolás I envía bloques de malaquita y de
lapislázuli, que se utilizarán para los altares laterales del crucero. 1825 es
también el año del Jubileo, pero la esperanza de León XII de hacer accesible al
menos una parte de la Basílica se ve pronto frustrada (en aquella ocasión, la
puerta santa se abre en Santa Maria in Trastevere).
La enorme obra durará treinta años y la Basílica
reconstruida será consagrada nuevamente el 10 de diciembre de 1854 por Pío IX,
rodeado de cardenales y obispos de diversas partes del mundo que habían acudido
a Roma para la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.
Por ALESSANDRO DE CAROLIS/Vatican News
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