Se atribuye al jurista americano Oliver Wendell Holmes la siguiente frase: “Un enfermo que se pone a hablar de sí mismo, una mujer que se pone a hablar de su bebé y un autor que empieza a leer de su propio libro, nunca saben cuándo parar de hablar.” En cada uno de esos casos la facilidad de palabra descansa en la importancia que se da a la propia experiencia, la cual satura el corazón y como de la abundancia de lo que hay en el corazón habla la boca, así todo el relato gira sobre lo que para el individuo es lo máximo, no habiendo sitio para nada más.
Pero en otras ocasiones la locuacidad procede de algún
agente externo, que ayuda a desinhibirse y a romper todo freno que la prudencia
o el recato puedan imponer. Por eso alguien que ha ingerido anfetaminas,
alcohol en exceso u otras sustancias estimulantes, tiene una lengua tan suelta
que se convierte en centro que domina la escena y la ocasión.
El problema es que cuando hay tal sobreabundancia de
palabras éstas necesariamente pierden su valor, del mismo modo que ocurre en
los mercados cuando hay exceso de producción de un artículo. Pero si el
inconveniente se redujera simplemente a la depreciación de las palabras, sería
un mal relativo. Lo grave es cuando de tal profusión nacen males mayores, como
pueden ser la maledicencia y la mentira, porque entonces la lengua se está
convirtiendo en un arma de destrucción del prójimo y en un atentado contra la
verdad. Dada la inclinación que tenemos a relamernos con el gusto de escuchar
chismes difamantes sobre quienes nos son antipáticos, el oído se presta
fácilmente a oír tales relatos.
No es extraño que uno de los más temibles males que
David describe en algunos Salmos sea precisamente el del poder maligno de la
lengua, al que compara con afiladas saetas mortales. El hombre que conocía muy
bien el peligro que tenían las armas físicas de guerra, no duda en equipararlas
con esas otras armas que son la insidia, la calumnia y la falsedad.
Sin embargo, cuando la lengua está gobernada por la
sabiduría, el fruto que resulta es el beneficio necesario que produce en todos
los niveles de la vida. Cuando David iba a tomar represalias contra Nabal, por
las palabras de afrenta y desprecio que éste pronunció contra él, fueron las
sabias palabras de Abigail las que impidieron que se consumara lo que habría
sido un derramamiento de sangre. Aquel hombre necio profirió palabras
insensatas, que encendieron un fuego amenazante; aquella mujer juiciosa
pronunció palabras prudentes, que apagaron esa amenaza.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘La muerte y la vida están en poder de la lengua y el que la ama comerá de sus frutos.’ (Proverbios 18:21). Resulta llamativo que de un instrumento tan pequeño dependa lo más vital, nada menos que la muerte y la vida, las dos realidades más importantes. Las demás realidades son secundarias, pero estas dos son las primarias. No es simplemente que de la lengua pende el bienestar o el malestar, la riqueza o la pobreza, la tristeza o la alegría, sino que de ella depende lo que determina para siempre.
El poder de la lengua para bien se manifiesta de
manera fehaciente en que Dios haya basado la salvación sobre la predicación de
la Palabra, la cual se efectúa por medio de la lengua. Y así como fue una
lengua mentirosa el origen de la primera tentación y causa de aquella Caída,
así es la lengua veraz el medio por el que se difunde el remedio para aquella
catástrofe. Cuando el predicador proclama el mensaje del evangelio está
difundiendo, por medio de su lengua, la verdad de que la muerte sustitutoria de
Jesús es la única solución para nuestra necesidad y por tanto esa lengua es un
instrumento precioso, porque es portadora del mensaje más importante de todos.
El valor de la lengua en la predicación de la Palabra no tiene comparación con
el que tiene en mítines, parlamentos o cátedras.
También de la lengua, sobre su confesión, depende la
salvación del que escucha el mensaje de la Palabra, porque ‘todo aquel que
invocare el nombre del Señor, será salvo.’ Invocar es un acto que se efectúa
con la lengua, que supone el reconocimiento de la propia impotencia,
pecaminosidad y perdición, pero también de la suficiencia y poder para salvar,
de quien es Señor. No hacer esta invocación significa que lo que se está
confesando es la suficiencia, justicia y sabiduría propia, todo lo cual no son
más que hojas de higuera para tapar la desnudez.
Los frutos que se coman de la lengua, dependerán del
empleo que se haga de ella. Frutos mortíferos o frutos salutíferos. No hay
término medio.
Por WENCESLAO CALVO/Protestante Digital
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