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LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO

 

El otro día una conocida mía que acaba de cumplir 50 años y hace décadas que se machaca en el gimnasio y, además, come como un pajarito, comentaba que sus amigas le decían que de cuello para abajo no parecía tener esa edad, pero reconocía que la cara la delataba y eso que creo que ha pasado por el quirófano o, al menos, por las inyecciones de bótox. Yo repliqué que justo me pasa lo contrario, de cuello para arriba, y sin trampas, no represento mi edad, pero el resto es eso: restos del naufragio.

La de 50 años ha logrado mantener su cuerpo de veinteañera merced a su intenso y duradero plan de conservación y mejora de la fachada y, además, a la que te descuidas corres el peligro de que te someta a un tercer grado, intentando captarte para su secta de vida sana, mientras se te atragantan los churros con chocolate. Como bien reconoce, su cuerpo no se corresponde con su cara, pero me da la impresión de que, incluso las personas que están orgullosas y, con razón, de esas anatomías que atraviesan los años sin que el tiempo haga mella en ellas, siempre se encuentran algún defecto, llámese arruga en el entrecejo.

Paralelamente, un conocido que ya ha cumplido los 70, y aún está de buen ver, tras relatarle mi amable encuentro con la cincuentañera de cuerpo gentil y cara desacompasada, me aconsejaba no entrar en debates, ya que, a partir de cierta de edad, la mejor filosofía es no rebelarte contra tu cuerpo, porque es una batalla perdida. La argumentación iba más allá de la simple aceptación del paso del tiempo; se trata, me dijo, de evitar enredarte en guerras que sabes positivamente que vas a perder, contigo mismo y con la ingente cantidad de criaturas que, por su fecha de nacimiento o por su mejor naturaleza o genética, aún conservan su cuerpo en buen estado.

Todo lo que no hayas hecho mientras tu figura era receptiva y agradecida con los cuidados no lo vas a conseguir ahora que tu cuerpo parece estar cada vez más lejos de tu cabeza. A veces, ni te conoce y ahí estás tú ordenándoles templanza a unas carnes y a unos huesos que han decidido vivir la vida loca.

 

Por MARIÁNGEL ALCÁZAR/La Vanguardia

 

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