Interlíneas

!Buenos días amigos!...El último canasto de la Marchanta.  Es una necesidad nacional detenernos a mirar el espejo de lo que fuimos y preguntarnos quiénes somos ahora. En medio del vértigo de los tiempos modernos, la confusión cultural nos ha ido robando silenciosamente la memoria.

Si no volvemos la mirada hacia nuestras raíces, si no abrazamos el arte como refugio y brújula, corremos el riesgo de convertirnos en un país con rostro ajeno.

El arte popular no es un lujo, es una verdad que late. Nuestras marchantas —esas mujeres de voz firme y paso decidido— son la encarnación viva de un patrimonio que no está en los museos, sino en las calles, en los mercados, en el olor del maíz pelao y el eco de una canción antigua que aún resuena en los barrios del Cibao.

A usted no le da nostalgia ver a una marchanta con su canasto rebosante de guanimos, recorriendo las polvorientas calles de Don Pedro, Monte Adentro o Tamboril. Ellas son la memoria andante del pueblo, las guardianas de una historia que no se escribe en libros, sino en los rostros de la gente.

Por eso, defender el monumento a la Marchanta no es un acto simbólico, es una causa patriótica. Es levantar la voz por las que caminaron bajo el sol vendiendo su esfuerzo, por las que criaron hijos con dignidad y risa, por las que nos enseñaron que el trabajo humilde también es una forma de arte.

Las marchantas no solo vendían productos; vendían cercanía, alegría y esperanza. En su andar había una poética cotidiana, una economía emocional que hoy se nos escapa entre las manos, diluida en el anonimato de los supermercados y los códigos QR.

El monumento que las honra en la Carretera Duarte no es una simple escultura: es un testamento de identidad, un recordatorio de lo que fuimos y de lo que todavía podríamos ser si no dejamos morir nuestras raíces.

Sin embargo, una sombra de indiferencia parece posarse sobre ese legado. El Ayuntamiento de Santiago, encabezado por el alcalde Ulises Rodríguez, ha firmado un acuerdo de apadrinamiento con la empresa Marchanta RD, S.R.L., para el embellecimiento de la avenida Juan Pablo Duarte.

En apariencia, se trata de un gesto de colaboración público-privada. Pero detrás del barniz del progreso se esconde una pregunta más profunda: ¿qué entendemos por embellecer una ciudad? ¿Pintar paredes o preservar su espíritu?

El verdadero embellecimiento no consiste en sembrar palmeras ni colocar letreros luminosos. Embellecer una ciudad es cuidar de sus símbolos, proteger su alma, defender aquello que la hace irrepetible. Y la Marchanta es, precisamente, el alma del Santiago popular.

La decisión municipal puede parecer menor, pero es una señal de alarma. Cuando una autoridad olvida el valor simbólico de lo que representa la cultura, comienza un proceso de desarraigo colectivo. Y un pueblo sin raíces se vuelve manipulable, intercambiable, vacío.

No se trata de rechazar la modernidad, sino de acompañarla con memoria. La globalización no debería borrar las voces locales, sino amplificarlas. No podemos permitir que la modernidad se trague a la Marchanta como una postal vieja de un Santiago que ya no existe.

Cada vez que desaparece un símbolo cultural, muere un pedazo de nuestra conciencia. Cada vez que una tradición se silencia, la historia retrocede un paso. Por eso, la defensa del monumento a la Marchanta no es un capricho sentimental: es un acto de resistencia frente al olvido.

El llamado es claro: levantémonos por lo nuestro. Que las comunidades, los artistas, los gestores culturales y la ciudadanía en general exijan respeto por el patrimonio vivo. Porque una ciudad que deja morir su arte, termina perdiendo su alma.

Santiago debe despertar antes de que la Marchanta —símbolo de trabajo, dignidad y ternura— se convierta en un mito distante, en una sombra del pasado.

Preservarla es defendernos de la desmemoria. Es decirle al tiempo: aquí estamos, seguimos siendo nosotros...Dios los bendiga en cada amanecer.

 

 

Por SERVIO CEPEDA BARÉ

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