Julio César Encarnación Pérez (Télemaco): Memoria de Vida, Trabajo y Lucha

Infancia bajo la sombra del limoncillo

Me llamo Julio César Encarnación Pérez, pero el pueblo entero me conoció como Télemaco. Nací el 6 de agosto de 1954, en el barrio del Parquecito de San Cristóbal, en una casona situada detrás del Cuartel de Bomberos. La memoria de mi llegada al mundo está marcada por un símbolo natural: un frondoso árbol de limoncillo, que dividía la casa de doña Oliva —madre de Ña, el gigante del voleibol sancristobalense— y la humilde vivienda donde viví mi primera infancia.

Mi padre biológico fue Octavio Encarnación, empleado de la Armería y luego bombero. Mi madre, Cristobalina Pérez, trabajaba como doméstica en la antigua “casa de los coroneles”, detrás del edificio de Economía. No llegaron a criarme juntos: antes de cumplir mi primer año fui adoptado por César Óscar Alíes (Don Cucho) y doña Antonia Tejeda, quienes me ofrecieron un hogar lleno de amor y respeto, aunque con limitaciones materiales y educativas.

Don Cucho: un patriarca de barrio

Don Cucho, mi padre de crianza, se convirtió en referente moral y social del vecindario. Era hombre de palabra, solidario, un patriarca al que acudían vecinos y amigos a conversar y a tomar café. Aunque ni él ni doña Antonia sabían leer ni escribir, me transmitieron la más alta escuela de valores: la sabiduría cotidiana de la vida sencilla.

El trabajo del hielo y las carretas

Desde niño me levantaba a las cinco de la mañana para buscar los caballos en los potreros del otro lado del río Nigua. Había que bañarlos, engancharlos a las carretas y llevarlos a las fábricas de hielo para cargar el producto que vendíamos al por mayor.



Junto a mi hermano de crianza Luis Olmedo Alíes, sobrino de Don Cucho, aprendí el oficio del hielo y el sacrificio de la faena diaria. Simultáneamente estudiaba en la escuela primaria e intermedia José María Alejandro Pichardo, a solo una cuadra de casa.

Cortar hierba para los caballos —pangola o guinea, mezclada a veces con melaza—, recibir patadas y mordidas, cruzar de noche y de día el Nigua para atraparlos cuando se escapaban… todo eso formó parte de mi vida. Más de una vez los rescaté de corrales municipales, incluso arriesgándome a “robarlos” de nuevo para evitar procesos judiciales.

Las cicatrices en mi cuerpo narran esa lucha: una patada en la pierna, mordidas en los brazos y hasta un machetazo en la mano izquierda que casi me la cuesta, justo en mis años de liceísta en el Manuel María Valencia.

Juventud, liceo y amistades

En el liceo compartí aulas con figuras conocidas, entre ellas Rosario Peña Bazil, prima de Andrés Julio Rivera Bazil. La juventud sancristobalense de los años 70 hervía en debates, huelgas y movilizaciones. Fue una época de candela social y política.

También fue el tiempo de mis desgracias y errores. Lo admito sin adornos: cometí fallas que me arrastraron a lo más bajo a lo que la sociedad puede empujar a un hombre. No me avergüenzo de contarlo: prefiero narrar mis caídas con mis propias palabras antes que dejar que hablen los rumores.

Redención y conciencia nueva

En medio de mis desvíos apareció la chispa de la redención. Fue a través de la política, el pensamiento y la palabra de Juan Bosch, a quien conocí en Panamá, en la Universidad de Panamá. Ese encuentro me cambió la vida: despertó en mí una conciencia nueva, crítica y humana.

Viví luego en Costa Rica y más tarde llegué a los Estados Unidos. Aún conservo —y espero recuperar físicamente— una foto tomada con Bosch por doña Carmen, con una vieja cámara Polaroid. Ese recuerdo es una brújula que me recuerda de dónde vengo y hacia dónde debía caminar.

Vida en Estados Unidos: militancia y lucha

Desde 1989 comparto la vida con mi compañera de camino, una mujer marxista-leninista-maoísta, luchadora incansable, con la que enfrenté no solo la vida cotidiana, sino también la militancia política. 



Con ella me tocó conocer cárceles y represión: recuerdo aquella madrugada en Detroit, en 1991, cuando fuimos apresados por hacer propaganda contra la Guerra del Golfo en Irak, pintando consignas con spray.



Ese episodio fue apenas uno de muchos que marcaron mi exilio militante. En Estados Unidos participé en marchas, protestas y redes solidarias que me mantuvieron firme en mis convicciones de justicia social.

La vida de Télemaco es la de un niño que pasó del río Nigua y las carretas de hielo, a los liceos en ebullición, al exilio y a las luchas internacionales. Una vida dura, con errores y heridas, pero también con aprendizajes, dignidad y búsqueda constante de redención.

Mi legado no es la perfección ni el heroísmo romántico, sino la honestidad de reconocer lo vivido, el valor de la memoria y la enseñanza de que hasta en la adversidad más cruda se puede encontrar conciencia y lucha.

San Cristóbal debe rescatar no solo los nombres de próceres y gobernantes, sino también los de hombres comunes que como yo crecimos en el trabajo duro, en la resistencia silenciosa y en la militancia internacional. Porque nuestra historia se cuenta mejor cuando no se ocultan las cicatrices, sino que se exhiben como trofeos de aprendizaje.


✍️ Por ANDRÉS JULIO RIVERA BAZIL


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